lunes, 30 de julio de 2007

miércoles, 18 de julio de 2007

Recuerdos de viaje (18)

CAPÍTULO XVIII: REGRESO A BUENOS AIRES

Nos fuimos alejando despacio de las costas españolas que ocupan toda la línea del horizonte, en aquellas horas tardías del día. Cuando la noche era ya densa apercibimos una luz lejana, que se apagaba y se iluminaba sucesivamente, a ratos largos o cortos. Aquello era un faro colocado en la entrada del peñón de Gibraltar, el cual, a la manera de telégrafo Morse, sus lucen indicaban letras o señalas. Supe después que a cada buque que pasa a lo largo de la costa, se le pregunta su nombre.
Al pasar el estrecho apercibimos la ciudad de “Tánger” la cual, de lejos, parecía un gran vapor que avanzaba en la obscuridad.
Nuestra vida a bordo era parecida al viaje de ida, donde aprovechábamos de los ratos apacibles del mar, para entregarnos a los juegos de la cubierta. Lo que sí, creo que no cabía en el barco una sola persona más. La mayoría de los pasajeros eran otros escapados de España, restos de familias, enlutadas y entristecidas por la pérdida de algún hijo o hermano. Viajaba a bordo el cónsul uruguayo en España, que acababa de presenciar la muerte de sus tres hermanas, perseguidas por los comunistas y acusadas de haber albergado a algunas religiosas en sus departamentos.
Cuando legamos a Montevideo, recién supe que llevaban sus restos, al desembarcar tres ataúdes en el muelle..
Otro señor andaluz, escapado como por milagro de la muerte, pues estuvieron a punto de fusilarlo, al hacer el “paseo” por la ciudad, venía también a buscar en Buenos Aires, un refugio para él y para su familia.
A pesar de todo, puedo decir que la alegría reinó en el barco, durante toda la travesía. Se hallaba a bordo el tenor F. Arregui y su esposa Estrella Ribera, que se prestaron gentilmente, para cantarnos algunas canciones españolas: “Te quiero”, “El trust de los tenorios” y otras piezas que ambos artistas interpretaban muy bien. Este fue el “número” más aplaudido durante las fiestas del pasaje de la línea, ilustrado también por las “chansons” de “Georges”, un cancionista de radio, y por las melancólicas interpretaciones de un señor rumano que acompañaba sus canciones con el piano.
El cine no nos faltaba, pero el único inconveniente de las cintas, es que eran de “avant-guerre” al juzgar por las modas femeninas y por el mutismo de los actores.
Nuestras diversiones eran múltiples: juegos de “croquet”, de cartas, carreras, bailes, juegos de salón, caminatas por el puente superior, “deak-tennis”, lectura; solo dejaba yo todo aquello para admirar ese inmenso mar, que nos envolvía con el ruido sordo de sus aguas. A veces se desplegaba luminoso y azul y a medida que el día declinaba se volvía más sereno, como la superficie de un lago. Los crepúsculos del mar don divinamente imponentes y bellos. Otras veces el mar balanceaba el buque con un movimiento monótono y yo detestaba aquellas horas que me traía el malestar del “mal del mar”...!
Estoy persuadida que cuando se viaja, tiene uno en ocasiones de ver cosas muy raras. El señor rumano que tan bien cantaba, poseía a bordo un singular aparato que yo, hasta que no lo vi con mis propios ojos, no quise creer que tenía la propiedad de hacer desaparecer los objetos, cualesquiera que fueran. Me hizo una demostración en su camarote, y yo cuando vi que me ponían delante un vaso, una jabonera o un monedero, y que desaparecían lentamente hasta quedar el vacío, me quedé pasmada, preguntándome si no tenía visiones. Este buen señor para complacerme, colocó un vaso, con vino, y al rato el líquido fue esfumándose poco a poco, como tomando la claridad de la transparencia, hasta quedar el vaso solo. Lo mismo hizo con una billetera: los mil francos desaparecieron y la billetera quedó bien visible. Estoy segura que todo esto debe ser el efecto de unos rayos, imperceptible a la vista del humano. Hacía 3 meses un modesto muchacho había inventado este aparato y el rumano le compró el secreto, para poder aplicar esta máquina en reclames, teatros y hasta nos preguntamos si un día no serviría para la guerra.
Otra cosa original que tenía un señor de 2ª clase, es un “circo de pulgas”; no es que las tenga amaestradas en su gran estuche, todo forrado de pieles, las ata solamente de un finísimo alambre y estos minúsculos animales van tirando toda clase de vehículos, aviones, autos, coches para bebés, cañoneras, que son tan pequeños como lo es la pulga. Estos instrumentos son verdaderas joyas, por ser tan minúsculos y tan bien hechos. A través de un microscopio se puede ver el hilo que une al insecto con los cochecitos que tiene que arrastrar. Además tiene una pelotita, bien minúscula con que juega y distrae a los espectadores. El propietario de este “circo” quiere instalarse en la “Costanera”, pero hasta hoy no he oído hablar de él.
Las escalas fueron las mismas que a la ida, pero por el hecho de haberlas visto muchas veces, vuelvo con gusto a encontrarme con ellas y a conocer mejor sus hermosos parajes...
Alfred de Vigny dijo: <> (<>)
El viaje tocó a su término y todo ya ha concluido; me parece haber vivido una película de cine que pasa rápida y hermosa. ¡Cuántas cosas bellas deleitaron mis ojos y emocionaron dulcemente mi alma! Cuando recuerdo aquel recorrido a través de Francia, pienso que el mejor placer es el de comunicarse con la naturaleza y de contemplar con los propios ojos aquellas bellezas que se leyeron y que uno deseaba ver algún día.
Todo quedó en mi mente como un hermoso sueño, y si bien todo está mal escrito y mal expresado, he tenido por lo menos la sensación de haberlo vivido y haber gozado de él.
Con un “adiós” concluyo mi diario y digo: “¡hasta el próximo viaje!” que será cuando Dios lo decida.
Teresa Lecroq.
Buenos Aires, 9 de Noviembre de 1.936.

Recuerdos de viaje (17)

CAPÍTULO 17: PARÍS-COSTA AZUL

Cruzamos la magnífica selva de Fontainebleu, donde se respira el frescor del follaje, aun iluminada por el sol del atardecer,que daba más lozanía a sus árboles corpulentos.
Emprendimos camimo hacia “Leus” arrancando así en la carretera nacional de “Paría ā la Côte d’Azur”. El paisaje de aquellas regiones es muy suave; por todas partes se extienden campos sembrados, como formando sobre la tierra, grandes cuadriláteros de diferentes dibujos. En aquellos aprajes los árboles de sombra abundan y uno se quedaría contemplando largo rato, esa naturaleza alegre, que se despliega a la vista y embellece al viajero.
Al anochecer llegamos a “Auxerres” para pasar lanoche y ya comenzábamos a sentir los rigores del frío que a uno lo sorprende en las horas avanzadas.
Al día siguiente emprendimos nuevamente el viaje, con cierta pena en el alma, pues pensábamos que era aquel paseo, el último recorrido a través del territorio francés. Nos bajamos en “Saulien” donde almorzamos en la viejísima posada del “Hotel de la Poste” que tanto nos había recomendado un amigo, sobre todo bajo el punto de vista gastronómico. En ese gentil “auberge” venían antiguamente las diligencias para cambiar sus caballos y dejar que sus pasajeros descansasen.
El paisaje que costea el Saona recuerda a veces aquel de la Champagne donde se ven por todas partes las lomas sembradas de viñedos.
Pasamos por “Villefranche-sur-Yorme” y llegamos a Lyon cuando nuestro reloj marcaba las 5 y media. Para mi gran extrañeza, a esa hora el día decae completamente y la noche avanza con rapidez para cubrir aquellas regiones. El color de los árboles se torna medio-oro, medio-rojizo; es el otoño de Francia que hace caer las hojas y acrecienta las corrientes. Los viñedos se mueren a causa de la helada y hemos oído decir por unos paisanos en el curso de nuestro camino, cuánta tristeza les trae estos vientos fríos, que los deja en la miseria y devasta sus hermosas campiñas.
Llegamos a la majestuosa ciudad de Lyon, atravesada por el Ródano, desde la cual sobre una cierta altura, se ve claramente la separación de las dos aguas de dos grandes ríos, el “Rliône” y el “Saône”.
Queríamos llegar antes del anochecer a “Marsella”, y aun nos faltaba un buen trecho. El tiempo se puso grisáceo comenzando a caer una pequeña llovizna que humedecía el cemento de la ruta. Esta humedad fue causa de un pequeño accidente que nos ocurrió, antes de llegar a “Orange”, cuando ya habíamos cruzado las ciudades de “Valence” y “Montélimar”. Si bien este contratiempo no fue grave, nos dio sin embargo, un grandísimo susto.
Mi hermana manejaba pacíficamente el coche que corría a 90 Km., cuando de pronto se nos presentó a lo lejos un enorme puente de piedra sobre el cual para el tren de “París-Menton”. Detrás de esa gran arcada, se halla un recodo brusco y pronunciado,, tras el cual yo imaginaba plácidamente sentada en el fondo del auto, siguiendo el cuadro triste de la naturaleza, sorprender otro aspecto del paisaje que parecía girar a nuestro alrededor, cada vez que dábamos vueltas en el camino.
La ruta estaba muy resbaladiza y al llegar abajo del “famoso” puente las ruedas del coche patinaron insensiblemente y, sin poder contener la dirección que ya no obedecía al volante, y que seguía su propio capricho, fuimos a chocar sobre la pared del puente! El golpe hizo volver el coche hacia atrás, pero dando una vuelta sobré sí mismo, como danzando sobre el cemento húmedo.
Sí, me acuerdo bien, gritamos todos; papá rompió el mapa que tenía entre las manos, mamá me agarró del pescuezo y yo de la manija de la puerta. Estábamos sucesivamente pálidos y rojos, cuando ya vimos seguros que el auto no se movería más, tomamos una pequeña dosis de “armaniac” un licor reconfortante que nos trajo a las mejillas los colores naturales! Felizmente no hubo grandes desastres: un guardabarros roto y el paragolpes torcido. Lo que aumentó nuestro susto, fue que al chocar veíamos llegar por el lado del recido un enorme camión, que si venía ligero, se encontraba con nosotros, y entonces, sí, le decíamos adiós a nuestra vida...!
Seguimos pues camino hasta Orange y nos quedamos en “Avignon” para reconfortar tanto nuestro apetito como nuestras emociones.
Con este tiempo fue imposible hacer la carrera con el “expreso” de París-Menton, que corre paralelamente a la ruta nacional, como lo hice el día anterior cuando brillaba el sol y soplaba una ligera brisa por los campos. Ese día el tren corría más o menos a 90 Km. por hora y yo que estaba al volante, me apresuré a ganarlo, apretando el acelerador hasta que marcase 100 Km.
En efecto, al recuperar su marcha lo dejé pronto atrás y a veces éste me alcanzaba y yo de nuevo me entusiasmaba con la velocidad hasta pasarlo, tentada de mirarlo para observar el rápido movimiento de sus ruedas de hierro.
Los espectadores de esta carrera, eran un grupo de soldados que miraban desde la ventanilla del tren, adivinando que la liviana Ford, quería a todo trance, ganar la marcha de la gruesa locomotora, chirriante y sonora.
Pasamos por “Aix-en-Provence” y antes que nos sorprendiera la noche, llegamos a Marsella, nuestra última etapa!
Casualmente, durante los últimos días que permanecimos en la ciudad provenzal, llegó al pueblo marsellés el crucero argentino “25 de Mayo”. Estábamos contentos de ver en Francia nuestros marinos porteños, y cuando apercibimos sobre la “Camebiēre” una gorra del “25 de Mayo”, nos acercamos para hablar un rato con esos argentinos, contentos de no verse tan extranjeros, y de poder conversar su lengua natal. En efecto, no entendían una sola palabra francesa. Nos contaron el recorrido de su viaje: habían salido de la capital para acostar en los puertos brasileños y el Dakar. Recién venían de Alicante donde habían ido a buscar 30 refugiados argentinos. Les dijimos que al cabo de tres dían nos embarcábamos para Buenos Aires y parecían envidiar muchísimo nuestra suerte, pues, según ellos, no había ciudad más hermosa y mas importante como nuestra capital. Yo también añoraba mi patria y con todo, deseaba volver a pisar su suelo...
Cuando nos dirigimos al día siguiente al puerto, para visitar el crucero, tuvimos la sorpresa de encontrar un guardia-marina, conocido nuestro, que hacía cinco años no veíamos! Tuve pena en reconocernos y a pesar de no poder ver al buque en aquellas horas, se prestó para acompañarnos y para mostrarnos el navío de guerra. De nuestro lado, nosotros lo acompañamos en Marsella y en sus hermosos alrededores.
Una tarde decidimos ir hasta “Cassis-sur-Mer” un lugar encantador, situado sobre una montaña árida y elevada, que domina el bello panorama del Mediterráneo, siempre azul en aquellas regiones templadas. Unos caminos de tierra suben a aquella colina, sobre la cual el aire más puro y suavísimo, nos trae los perfumes de las plantas meridionales. Al descender de aquel monte, fuimos hasta la playa “LesLecques” donde numerosos veraneantes viene para pescar y para juntar caracolitos al borde de la arena. Aquella playa me trajo los recuerdos de un pasado no muy lejano, cuando habitábamos para una temporada el hotel de “la Plage” y veníamos a jugar con la arena y a mojarnos los pies en el agua fría... Yo era entonces muy pequeña, pero el cuadro que nos ha sido familiar, trae a nuestra memoria una serie de hechos y hermosos recuerdos, cuando lo volvemos a contemplar.
Se acercaba ya la hora de nuestra partida y por última vez subimos hasta “Notre Dame de la Garde” la hermosa Virgen que guarda la ciudad y vela por los marinos. Le encomendamos nuestro viaje, prometiéndole volver pronto a su lado, cuando Ella lo decidiera.
Estábamos listos para irnos, ya embarcados sobre el vapor “Campana”. Conversando con nuestro amigo del 25 de Mayo, oímos las atrocidades que sucedían en España, siendo ellos los encargados de traer al suelo francés, los extranjeros que habitaban en España. Una pobre religiosa tuvo que disfrazarse de hombre para poder embarcar en aquel buque! Pero, otras cosas más que nos estuvieron contando no es nada, comparado a lo que nos refirieron los pasajeros españoles que, como nosotros estaban prontos para irse a la República Argentina.
El tiempo de la partida se acercaba. Saludamos a nuestros buenos amigos de Marsella, nuestros familiares, dándonos grandes abrazos de despedida. La campañilla del <> se hacía oír por la cubierta y la sirena comenzó a dar la señal de partida. El “Campana” retiró su ancla, y se fue alejando para nosotros, el gran puerto de Marsella, todo iluminado, y guardando las hermosas impresiones de nuestro viaje...
¡¡¡Adios Francia!!!
Teresa Lecroq, 1936.

martes, 17 de julio de 2007

Recuerdos de viaje (16)

CAPÍTULO 16: ADIOS A PARÍS

El cielo se mostraba hermoso y sereno cuando emprendimos un corto viaje hacia la Normandía, con el objeto de saludar a unos amigos que se hallan en “Le Havre”, y al paseo visitar aquellas regiones del norte de la provincia.
El viaje prosiguió muy bien hasta el pequeño pueblo de “Boos”. Al llegar casualmente cerca de la aldea de “Bourg-Baudoin” donde hace un mes habíamos hecho estallar las paredes de nuestro motor, se produce una nueva “panne”. El auto esta vez carecía de nafta, imposible, pues de avanzar un centímetro. Felizmente este contratiempo se arregló muy bien, pues llegó a pasar un enorme camión como se encuentran mucho sobre las rutas nacionales y el chauffeur hizo avisar al garagista del pueblo vecino. Está escrito que pasemos delante de “Bourg-Baudoin” nos tendremos que bajar...
Recorrimos la vieja ciudad de “Havre” que yo había visto por primera vez en las primeras etapas del viaje. Contemplamos su antiguo y enorme puerto donde acostan los buques de gran calado, y luego entramos en una pequeña iglesia desconocida, para orar a Santa Teresita, pues era aquel día del 3 de Octubre.
Nos dirigimos al fuerte de “Saint Adresse” donde se halla el “Pain de Sucre”, monumento elevado en memoria del General Conde de Hortfĕvre.
Bajando de aquella colina se ven los grandes puentes que atraviesan los canales de la ciudad, y desde aquel punto se divisan dos grandes playas del Atlántico Norte “Deauville” y “Honfleur”.
A la noche fuimos a cenar con nuestros amigos al restaurante de la “Grosse Tonne”, de típico estilo normando donde se servía una comida exquisita. Para no cambiar de programa después de la cena fuimos al cine, y al salir de él nos refugiamos en la “brasserie de Guillaume Tell”, pues afuera reinaba un frío intenso... Aun no empezaba el otoño y ya las provincias del Norte sufrían los rigores de las frías estaciones. No venían ansias de volver a contemplar el hermoso sol de “Mediodía”, allá en la luminosa Costa Azul, envuelta el la tibia atmósfera de su cielo.
Dejamos el gran pueblo y centro astillero de Francia para tomar la ruta de Saint Romaní, el pueblito natal de mis abuelitos. Volvimos a contemplar la casita donde mi padre pasó parte de su juventud y apercibimos el negocio “Vatel” otro lugar de infancia.
Después de rodar sobre el hermoso camino nacional, desde el cual veíamos extenderse las campiñas de la Normandía, sembradas en parte de manzanos y perales; llegamos a la chacra de uno amigo nuestro, muy limpia y confortable. En aquella rústica casita se fabrica la sidra, que es también la producción más importante en aquella provincia del Oeste; se cultivan las legumbres, las flores, y se crían las aves de corral.
¡Qué hermosa aquella chacrita perdida en el campo sembrado, y rodeada de un tapiz de flores! Nos alejamos de ella para correr nuevamente sobre la ancha calle reluciente, que conduce a “Runen”.
Al pasar por “Bolkecq” decidimos hacer una visita a unas primas lejanas que viven solas en una gran casa. Por primera vez hablaba yo con Elisabeth, Marguerite y Marie Louise, tres simpáticas muchachas de 30 a 35 años de edad. Tienen dos hermanas, una: Teresa, hermana de caridad, y la otra Cecilia, monja enclaustrada. Nos despedimos prometiéndonos ver dentro de dos años, y salimos para Rouen.
Bajamos en su grandiosa catedral, por segunda vez, sostenida de cada lado por la torre de “Beurre” y la torre de “Saint Romaní” y admiramos interiormente el magnífico mausoleo de los cardinales “d’Amboise”.
Nos dirigimos a la iglesia de Saint Ouen”, tan secular y hermosa como la catedral, para oír misa de 11,30 horas.
En la plaza de “du Vieux Marche” se eleva una estatua de Juana de Arco, atada sobre un tronco de piedra; en aquel sitio público la heroína fue quemada por los ingleses en 1431!
Subimos sobre una pequeña colina donde han construido la Basílica de Notre Dame du Secours” y desde aquel promontorio admiramos la ciudad de Rouen que encierra tantas bellezas y tantas reliquias y es también la patria de una de los más grandes dramaturgos: Pierre Corneille.
Tomamos el camino que bordea el Sena y pensé que el tiempo había sido bondadoso para con nosotros, pues los habitantes dicen que siempre llueve en “Rouen”.
De nuevo nos encontramos en la grandiosa capital que me pareció más animada. Y durante los pocos días que permanecimos allí, volvimos a continuar la vida agitada, tan propia de París.
Por las mañanas recorríamos las aristocráticas calles de “La Paix”, “Rívoli” y “Castiglionne” que ostentan las más lindas vidrieras de joyería, de artículos de lujo y de modas. Al recorrer esos centros se reconoce el París lujoso y original.
Al caer el día pudimos admirar las magníficas iluminaciones de la “place de la Concorde”, encuadrando el “Ministerio de Marina” y haciendo resaltar la fina silueta del Obelisco.
Al levantarme una mañana para ir a “Montmartre” el cielo estaba radiante. ¡Qué hermoso es París cuando hay sol! Visitamos el antiguo y bien típico barrio de Montmartre elevado sobre una pequeña colina que hace subir sus callejuelas, y comenzamos a subir la gran escalera que nos lleva a la Basílica del “Sagrado Corazón”, una iglesia nueva y bien situada. Al lado del “Sacré-Coeur” hay un viejísimo templo llamado “Saint Pierre de Montmartre” que data del Siglo XII! o más bien “databa” pues recientemente due reconstruido.
El último día que pasamos en París era el 12 de Octubre. Aquella fecha me transportaba a Buenos Aires. Era el Día de la Raza y el Aniversario del Congreso Eucarístico! ¡Qué fiestas aquellas que se recordaban! En París, en cambio, era un día de luto. Esa mañana enterraban al doctor Charcot que pereció con sus 32 compañeros a bordo del “Pourquoi-pas! y les rendían un gran homenaje en la isla de “Cité”. Me levanté temprano para poder llegar hasta allá y ver el desfile de tropas que acompañaban a los 33 féretros. En efecto, aquel triste espectáculo fue imponente y vi pasar la banda de músicos, el cuerpo de aviación, los marineros, militares, con sus divisiones de artillería, infantería y caballería.
A la tarde, ubicamos, no sin tristeza, las valijas y maletas en el baúl de la “Ford” y después de una calurosa despedida a los parientes y amigos, nos alejamos de la calle de “Passy” por última vez, arrancando en dirección a “Auxerre”.
A medida que cruzábamos la ciudad me iba despidiendo con pena del Louvre, del jardín “desTuileries”, del “Luxembourg” de la torre Eiffel, del Sena... en fin, de todas sus maravillas y encantos. En aquella ciudad tan atrayente, tan hermosa, tan llena de arte y de historia, admiré por última vez la espléndida perspectiva del arco del Triunfo, en el centro de la “Estrella” de París.
Teresa Lecroq, 1936.

Recuerdos de viaje (15)

CAPÍTULO 15: VIDA PARISIENSE

¡Con qué gusto me familiaricé nuevamente con su “Bois de Boulogne”, sus concurridos boulevares y sus parejes antiguos que me eran conocidos!
Mezclándonos, propiamente dicho, a la vida parisiense, nos ocupábamos también de su movimiento teatral que atrae con tanta insistencia a tanta gente.
Una tarde pues, fuimos al teatro y nos pusimos a presenciar una pieza de lo más original. Ésta tenía por título: “¿qui?” “(¿quién?). Digo que es original porque los mismos espectadores hacer de actores, cosa que solo se ve en París
Antes e presentar la renombrada pieza, el programa da una serie de prestidigitaciones demostradas por un renombrado fakir. Éste llama a escena, para una de las pruebas, a cualquier espectador. Yo miraba atentamente aquellas misteriosas operaciones del brujo, cuando oí en la sala un estrépito que me hizo sobresaltar. Entonces en aquel momento el adivinador cesa de trabajar porque uno de los espectadores ha caído herido sobre la escena. Se produce una agitación jamás vista en la sala, hablan por teléfono a la policía, el director del teatro viene para disculparse ante nosotros, y mientras tanto llegan los vigilantes que ordenan al público permanecer en sus asientos, sin salir, para poder detener al culpable. Yo no sabía si reír o espantarme ante este acontecimiento trágico que viene a interrumpir al prestidigitador; No sabía si todo esto era en broma o en serio... Suspenden luego la función y solo permiten al público bajar al “hall” a condición de no pasar la puerta, y para ello, dos severos agentes de policía, cuidan la entrada. El detective también llegó y un médico que ahí se encontraba, fue llamado, para atender al enfermo que ya había expirado! Avisan de la policía que el público está arrestado y ha de ser revisado y llevado a la comisaría. Pero en ese momento el fakir propone al inspector de hacer una experiencia con la “transmisión de pensamiento” y descubrir de esa manera al culpable, al asesino, que forzosamente se encuentra sobre los bancos, pues el tiro fue proyectado desde las butacas. Sin embargo sospechan de los ayudantes, del médico, del individuo que subió la prueba, y deducen que no puede ser y que el criminal se halla entre los espectadores.
El fakir hace revivir la escena del crimen, la joven que antes había hablado, vuelve a sentarse y a repetir las palabras mientras, en un silencio profundo se oye la voz del muerto... En aquel momento el médico se levanta de repente, y con una voz temblorosa niega todo aquello sacudiendo furiosamente sus miembros y... adelantándose él mismo de esta manera, el fakir ya descubrió al asesino y la representación vuelve a continuar.
Esta pieza es muy bien llevada por el genio original de los directores parisienses, y en realidad nosotros también tuvimos en “¿qui?” un papel bastante importante. Sin nosotros los espectadores, la pieza no se puede llevar a cabo...!
Aquella tarde lloviznaba imperceptiblemente sobre las calles de París, cuando nos dirigimos al “Bourget”, el campo de aviación más importante. Un avión se preparaba para emprender vuelo hacia Suiza, y llegamos a tiempo para verlo arrancar del suelo y elevarse suavemente por los aires, con su ensordecedor ruido de motor. Se fue alejando, pareciendo su silueta la de un inmenso pájaro que planea sobre la tierra.
¡Cuánto hubiera querido también, elevarme del suelo y recorrer durante varios instantes los espacios para contemplar el panorama de París y del Buorget, semejantes desde arriba a las maquetas de yeso que se colocan en las exposiciones! ¿Qué podíamos ver con aquella pared de neblina, en un avión? Solamente un valle de nubes livianas que nos impedirían ver nuestro panorama. Renunciando pues a este proyecto, emprendimos el camino de regreso.
Durante las semanas lluviosas en París, solucionábamos de pasar la tarde en los cines, que tan concurridos están allá. Creo que durante nuestra estadía en Francia, muy pocas fueron las noches en que nos dormimos temprano. También, calculando el poco tiempo que permaneceríamos en este país, tratábamos de aprovechar nuestras hermosas vacaciones con toda clase de distracciones; allá una de las principales es el cine y el teatro.
Una tarde que fuimos a pasear en auto al “Bois de Boulogne” nos sucedió, que no teniendo más agua en el motor de la “Pelirroja”, dio la casualidad que pasara a nuestro lado un auto con la chapa “Ciudad de Buenos Aires”. Sin saber qué hacer, allí parados en medio del bosque, uno de mis hermanos descendió del coche y fue corriendo detrás del automóvil que iba a paso lento, paseando la familia. Estas buenas personas se habían embarcado en la Argentina para ir a España, pero al declararse la guerra civil, no tuvieron más remedio que venir a Francia. Yo oía hablar con gusto el lenguaje porteño, pero sentía nostalgias al pensar que, cuando lo estuviera hablando, habría abandonado el hermoso suelo francés.
Las tardes el París fueron agradables, algunas veces caminábamos desde el hotel “Regina” hasta la “Torre Eiffel”, observando a nuestro paso las construcciones para la grandiosa Exposición Internacional que se prepara. Otras veces íbamos a visitar el “Concours Lépine” donde se exponen las nuevas invenciones en materia de instrumentos domésticos. Pudimos conocer algunas muy ingeniosas.
La visita al “Museo Grevin” fue de lo más interesante. Se ve en él una multitud de personajes célebres reproducidos en cera, tales como el presidente Lebrun, Mussolini, Stalin, Hitler, Larroque, algunos artistas como la G. Garho, Marlene Dietrich, Charles Boyer, Ramón Novarro, etc. Han reproducido igualmente escenas de la Revolución Francesa, de la Pasión de Cristo, de Santa Juana de Arco, de la Prisión de Luís XVI, de los mártires romanos, etc.
Esa noche teníamos que acostarnos temprano para partir a las 7 horas hacia “Châteaudun”, donde se halla, como ya dije, la tumba de mi abuelito paterno.
El tiempo estaba lluvioso. Salimos de París por la “Puerta de Versailles”, cruzamos Rambouillet, Chartres, las suaves campiñas de aquella región humedecidas por la lluvia e impregnadas de un triste grisáceo. La ruta era bastante derecha y resbaladiza. Hacia mediodía llegamos a “Châteaudun” dirigiéndonos al cementerio de aquel pueblito, para depositar unas flores sobre la tumba de Luís Oscar Lecroq, y como la otra vez, volvimos a penetrar, en la vasta iglesia de la Madeleine, tan fría y obscura como antes.
Al regreso pasamos por Saint Jean y al cruzar Versailles, admiramos exteriormente la esplendorosa y magnífica fachada del castillo, la obra capital del reino de Luís XIV! ¡Cuánto deseo ver interiormente su deslumbrante galería de los espejos, sas salas de la “guerra” y de la “paz”, su plaza de “mármol” y pasearme en sus encantadores jardines! Si no pude hacerlo, no pierdo las esperanzas de hacerlo en el próximo viaje...!
Teresa Lecroq, 1936.

domingo, 15 de julio de 2007

Recuerdos de viaje (14)


CAPÍTULO 14: LORENA SANGRIENTA Y EL CHAMPAGNE INDUSTRIAL

Por un espléndido camino nos dirigimos a “Nancy” pasando por “Baccarat” y “Lunéville”, dos grandes centros de cristalerías.
Entramos en la gran plaza “Stanislas” de Nancy, según dicen la más hermosa del mundo, no por lo que contiene, pues no hay en ella ni parque ni jardín, ni flores, solo tiene un gran pedestal sobre el cual se eleva la estatua del rey polaco. Es la más linda a causa de las seis grandes puertas de hierro dorado que han levantado desde 6 puntos distintos siguiendo la línea de casas viejas y enormes construidas a su alrededor y como encerrado en aquel centro que han consagrado al Rey Stanislas.
“Nancy” es menos interesante que “Stasburg”, pero por momentos uno se creería en París al mirar sus anchas avenidas bordeadas de árboles. Caminamos un buen rato en el hermoso jardín de la “Pepinierè” vasto y arraglado con gusto. Nos encontramos con la “Puerta” de Nancy construida en el año 1.300!
Después de recorrer sus antiguas calles llenas de monumentos viejos e históricos, decidimos salir para “Verdun”.
Al lado de la coqueta posada del “Cog Ardí” donde habíamos bajado, se eleva un monumento funerario, levantados en memoria de los caídos en la guerra de 1.914. Esta ciudad está aun impregnada de los recuerdos más dolorosos de la última guerra y a sus alrededores se ven por todas partes vestigios de sus batallas; solamente al pronunciar el nombre de esa ciudad, acuden a mi mente la serie de acontecimientos trágicos que llenaron la historia de hechos terribles.
Decidimos emplear la tarde en visitar los fuertes, los campos de batalla y los elementos militares de aquella región, sacudido sin tregua durante el período de la invasión alemana. Comenzamos la “tournée des foros” visitando el de “Meaux”, que nadie ha tocado, desde que terminó la guerra. Un guía nos introdujo en el interior de aquellas galerías subterráneas, construidas por los franceses, donde las paredes húmedas cierran corredores estrechos, donde la luz del día no penetra y el aire se enrarece.
Entramos en un cuarto vacío y frío, hecho para 50 o 60 soldados, pero ocupado durante la guerra por 600 hombres. A estos dormitorios les han dado el nombre de “casmas”. El aumento de este batallón hizo que se produjera una de las más terribles catástrofes: la de la falta de agua. Fue por esta causa que el fuerte de Meaux se perdió en parte, y por lo tanto recuperado por los alemanes. Siguen a este cuarto una capilla, más lejos el cuarto del general que comandaba la división y aun quedan algunas “casmas” tan reducidas como la primera. En ese lugar obscuro, habían sufrido los soldados, las terribles angustias del momento, allí habían padecido hambre, sed, los tormentos de la espera y allí morían mientras oían arriba el ruido de las balas y el estruendo del cañón.
Algo impresionados por la visita a este antiguo cuartel subterráneo, armado para defender el suelo francés, nos dirijamos a un lugar más triste: a la “tranchée des baïonnettes”.
Exteriormente presenta la forma de una galería cubierta por un techo de piedra. >Bajo esa bóveda los soldados franceses habían construido una trinchera y al estallar un obús que los alemanes habían tirado encima, todos los hombres que se encontraban en el foso con sus bayonetas sobre el hombro fueron enterrados vivos por la tierra que se levantó bruscamente y que cayó sobre ellos instantáneamente. Sobre aquella tierra que aun permanece intacta se ven salir a flor de tierra las puntas de los fusiles enmohecidas por el tiempo. Sobre sus cañones penden rosarios viejos que tienen color terroso y que van pudriéndose por la humedad, que seguramente unas viudas desconsoladas han depositado apenas levantaron el monumento funerario.
Después de contemplar este singular cementerio, salimos para visitar el “Ossuaire”. Consiste en un grandioso edificio moderno, alzado en medio de los campos heridos, que extiende sus dos grandes brazos de piedra, para proteger a los muertos, y guardar religiosamente sus restos.
Ante la inmensa fachada del Ossuaire, donde han depositado osamentas de cuerpos encontrados dispersos en la tierra, se halla una inmensa extensión de cruces blancas que cubren aquel suelo como si fuera un campo de espigas extendiéndose hasta perderse de vista.
Confundiéndose con el enorme grupo de cruces, se divisan unas tablas blancas, plantadas verticalmente: son las tumbas de los soldados musulmanes. Aquel enorme cementerio que rodea el Ossuaire donde reinaba un profundo y triste silencio, hacía pensar en las terribles escenas de la guerra que vino a sembrar de luto estos lugares y a cubrirlos de cruces debajo de las cuales yacen los cadáveres gloriosos, muchos desconocidos, no habiendo podido ser identificados.
Siguiendo el camino que nos muestra las regiones invadidas, pasamos por el célebre “ravin de la mort”, una inmensa trinchera que los soldados surcaron detrás de un pequeño monte; la ruta rodea el foso donde tantos franceses no pudieron escapar de la muerte! El terreno de esos lugares es irregular y está sembrado por todas partes de hoyos, producidos por los obuses al tocar éstos el suelo. Al pasar veíamos unos troncos viejos, quemados, cuyas siluetas retorcidas parecían yacer allí y excitar el dolor de los que pasan, allí donde la naturaleza fue violada por las luchas sangrientas que tuvieron la Lorena por teatro. No tardamos en apercibir también los alambres de separación enredados y torcidos, arrancados violentamente del suelo, donde los hilos de comunicación fueron cortados y que ahora se arrastran, mudos de dolor y llorando sobre la tierra que embebió tanta sangre.
Llegamos al “foro de Duaumont”, más importante que el anterior y construido a 7 u 8 metros bajo tierra. Éste es más vasto, más ancho, pero tan húmedo y lúgubre como el fuerte de Veaux.
De tiempo en tiempo apercibíamos algunas “canteras”, montañas donde habían extraído grandes bosque de tierra para construir los fuertes y trincheras.
Sobre la ruta tropezamos con un pequeño monumento, al pie del cual habían depositado algunas piedras. Este monumento indica que en ese lugar existió el pequeño pueblo de “Fleury” del cual solo quedan algunas piedrezuelas. Y así andando, veíamos por doquier los recuerdos vivos de la gran guerra de 1.914 que sacudió terriblemente las provincias del Este.
Volvimos a Verdun pasando por los pueblitos de “Bras” y “Belleville” que fueron totalmente reconstruidos el 1.918; desde aquella ciudad tomamos la ruta en dirección a Reims. El camino es recto encuadrado por un paisaje llano, verdoso, y formado por unas lomas suaves que se pierden insensiblemente, dejando a la ruta su monotonía habitual.
Unos 11 Km. antes de llegar a Reims nos paramos en el fuerte de “Pompelle” el más sacudido y más peligroso. Aun se ven sobre la capa verdosa que lo recubre y que lo disimula, la marca profunda de los obuses, que dejaron por todas partes grandes huellas y se aperciben en él algunos agujeros, hechos para brindar aire a los soldados encerrados. Una profusión de alambrados lo circundan también, todos destruidos y violados.
Al anochecer llegamos a la gran ciudad de “Champagne”, y recorrimos sus anchas calles iluminadas, mientras el movimiento nos distraía de aquellos recuerdos funestos dispersados en los campos de la Lorena.
Antes de recorrer la ciudad para curiosear sus monumentos, nos dirigimos hacia los establecimientos “Pommery-Greno” para visitar sus renombrados sótanos donde se elabora el riquísimo vino que engendra el enorme comercio de “Reims”.
Bajo todo punto de vista esta inspección fue interesante. Nuestros amigos, el señor Calvet y Podestá, grandes directores de casas de vinos, nos habían recomendado de visitar aquellas famosas bodegas donde tantos hombres trabajaban en las producciones vinícolas; y así fue que al nombrarlos, uno de los directores de la fábrica “Pommery”, nos recibió muy amablemente tributándonos una simpática acogida. Este buen señor, a medida que cruzábamos las vastas salas del establecimiento, nos explicaba la evolución de la elaboración del vino.
Antes de demostrarnos la transformación del jugo de la uva, que también se cultiva en la tierra de “Champagne”, insistió en mostrarnos la instalación de ese edificio.
Bajamos a las profundidades de los sótanos, donde se extienden galerías larguísimas y frías, de 18 Km. de longitud y al pisar el suelo, estábamos a 35 metros bajo tierra. Es una verdadera ciudad interior; cada corredor tiene su nombre, como si fueran anchas calles de un pueblo. La primera que apercibimos al entrar fue la calle “Buenos Aires...” (como nuestro amigo era el guía, supongo que fue una gentileza de él).
Lo más curioso es que aquellas galerías subterráneas no fueron especialmente construidas para las bodegas, sino que la naturaleza se encargó de formar esos terrenos con capas calcáreas, y no hubo más que escarbar la tierra para que se formaran en seguida corredores naturales, que tienen la misma temperatura en verano que en invierno.
Durante la guerra de 1914, estando “Reims” invadida y bombardeada por los alemanes, la mayoría de su población se refugió en sus sótanos. Esta gente que alcanzaba el número de 2.000 personas, permaneció allí 4 años sin tener conciencia de lo que pasaba sobre su suelo; y durante la epidemia de fiebre española que hacía estragos en la región, los que se refugiaban allí no sufrieron el menor mal. En aquellas viviendas subterráneas donde hoy se fermentan los vinos, hubo nacimientos, a pesar de la poca cantidad de aire que circulaba, y de la estricta alimentación con que podían proveerse. El edificio exterior fue totalmente destruido, pero los obuses del enemigo no llegaron a tocar las construcciones de “Pommery”.
Para llegar hasta el piso más bajo, descendimos 116 escalones y pudimos contemplar una serie de cajones de fierro donde se conservan las botellas durante 5 años, hasta que el líquido haya depositado los sedimentos que contiene. Otras galerías tienen la pared enteramente recubierta de una capa de botellas. Después que la uva es prensada y separada de la pulpa, el jugo se coloca en barriles y allí es fermentado, es decir, el azúcar del zumo se convierte, por propiedad de la naturaleza, en gas carbónico y alcohol. El jugo resiste a dos fermentaciones. A la segunda se le coloca en botellas, y como ya dije, antes de 6 o 6 años no se lo retira de su cajón, mientras la mano del hombre viene cada día a “remover”· su contenido, para que coloque sobre el corcho las impurezas que tiene.
Pasado este tiempo, se destapan las botellas y al retirar su tapón, sale un chorro de espuma, y con ella los sedimentos, dejando el vino completamente límpido. Se congela luego la espuma restante, y una vez asegurada su congelación se coloca o no el azúcar, según se quiera tener vino “bruto” o vino azucarado, de mesa.
Es interesantísimo ver aquellas operaciones y cuando yo saboreaba el delicioso champagne, brilloso y espumante, no me imaginaba que era necesario tanto tiempo para elaborarlo. Acompañamos al señor Floquet a su escritorio y allí nos hizo firmar el libro de oro, donde colocan sus firmas todos los que vinieron a visitar “Pommery”. Entre otras firmas notables estaba la de María de Rumania, la del príncipe Otto, la de Clara Bow, de Walter Disney, con su característico Mickey al lado de su nombre. Encontré también varias firmas de amigos de la Argentina.
Al salir del escritorio de Mr. Floquet donde habíamos probado todas las clases del “Pommery” y donde yo empezaba a tener la vista nublada por tan abundante y sabroso aperitivo, nos encaminamos al gran restaurante del “Lyon d’or” y tuvimos la sorpresa de encontrar al gran cancionista Tino Rossi, que en aquellos momentos hacía furor en Francia y el cual había llegado la víspera para debutar en “Reims”.
Por fin íbamos a visitar la célebre catedral, destruida en parte por el bombardeo de 1.914, pero reconstruida después de los desastres de la guerra. Su elegante silueta se eleva en medio de la ciudad, y a medida que se eleva, su forma gótica va afinándose, como dirigiendo al cielo su pensamiento puro, como espiritualizándose. Su fachada presenta toda una variación de esculturas del siglo XIII y XIV, sus paredes laterales parecen una puntilla de piedra, en el medio de la cual hay unos ángeles que despliegan sus alas. En el interior la auisencia de sus naves laterales dan al plano más claridad y armonía. Todo en aquel templo inmenso y secular inspira devoción y piedad. Sus estatuas rígidas y austeras, pero expresivas, orlan las paredes cubiertas casi totalmente de grandes cristales multicolores.
Luego de echar la última mirada a “Reims”, salimos de esta populosa ciudad para dirigirnos por segunda vez a la “ciudad-luz” y recorrerla de nuevo antes de partir definitivamente para la América del Sur. Pasamos por “Epernay”, admirando en aquella fértil región los viñedos del Marqués de Polignac, que se extienden a pérdida de vista.
Llegamos al pequeño pueblo de “Châtean-Thierry”, la ciudad natal del poeta “La Fontaine”, donde se levanta una estatua del célebre fabulista francés. Pasamos por “Meaux” que oyó en el siglo XVII los famosos sermones del gran predicador Bossnet, y de allí fuimos directamente a París, pasando por “Claye”.
El día había declinado cuando entramos en nuestra querida capital, ya iluminada por todas partes y como siempre, envuelta en su torbellino de fiebre y de vida mundana, siempre atractiva y risueña para los que vienen a mezclarse a su movimiento y a sus encantos.
Teresa Lecroq, 1936.

Recuerdos de viaje (13)

CAPÍTULO 13: SITIOS ALSACIANOS

La región montañosa que cruzamos, tupida y húmeda, muy silenciosa y serena, inspira la profunda paz de los bosques y el camino grisáceo se pierde entre la frondosidad del follaje. Después de cruzar “Gex” llegamos a 1.300 metros de altitud, sintiendo el sosiego y la grandeza de los bosques.
Mudos de admiración y de alegría, contemplamos desde “Faucilles” el hermoso panorama que se extendía pálido y precioso detrás de las altas cuestas. El frescor que sentíamos nos obligó a bajar, y nos detuvimos en “Morez” para reconfortar nuestras fuerzas y calentarnos los miembros.
Anduvimos un buen trecho en las rocallosas montañas del “Jura” cuyos picos son redondeados, desgastados por la acción del tiempo; y luego cruzamos “Champagnoles” por el camino de “Salius-les-Bains, y al atardecer apercibimos dos fortificaciones a una buena distancia una de otra: llegamos a la tranquila ciudad de “Besançon”.
A medida que desfilábamos ante los paisajes franceses, noté lo que diferenciaba éstos de los suizos; en Francia colocan por todas partes, especialmente en la entrada de las aldeas, grandes avisos o reclames de publicidad que entorpecen la belleza y el encanto de las regiones típicas; en Suiza esto no sucede y por consiguiente ningunas letras rompen el encanto de sus sitios montañosos. Esta ausencia de carteles coloreados y llamativos, da más frescura y nitidez al aspecto.
A 7 Km. de Besançon, cerca del pequeño pueblo de3 “Cálese” se eleva una casa rodeada de grandes pinos: allí habitan unos amigos y allí fuimos a la mañana siguiente cuando todos los campos sembrados comenzaban a inundarse de sol.
¿Qué cosa curiosa había en “Besançon para visitar...?
Lo más indicado para ver es la “Citadelle”, un inmenso y viejísimo fuerte, construido sobre una colina elevada, a la entrada de la cuidad. Sirve de cuartel, y al cruzar sus largos patios y corredores, nos encontrábamos con un grupo de soldados que preparaban la comida de la sena, llegando hasta nuestro olfato un fuerte olor a sopa y a papas cocidas...
Uno de ellos nos acompañó hasta una gran terraza que servía de observatorio y allí dominamos enteramente el hermoso panorama de la ciudad. El “Dompo” la cruza por el medio, serpenteando sus aguas. El día estaba claro y veíamos todos los detalles. Otro fuerte enfrenta el nuestro, elevado también sobre un monte vecino; sobre las dos fortificaciones que se ven al entrar a Besançon, cuando se llega a “Morez”.
Saliendo de la “citadelle” nos dirigimos a la Catedral que fue en parte quemada durante la guerra y luego reconstruida.
Después de atravesar una hermosa región ondulada llegamos a “Belfort” cuando ya la noche estaba muy avanzada. Sentimos el no habernos quedado en Besançon para dormir pues las tinieblas que nos envolvían nos impidieron ver el panorama, y a medida que corríamos sobre la ruta gris, alumbrada por nuestros faros, trataba de percibir en la obscuridad el paisaje invisible.
Bajamos a la mañana siguiente a las calles de “Belfort”, y siendo día domingo fuimos hasta la vieja Catedral de San Cristóbal para oír misa. Ningún turista sale de Belfort sin admirar el “lion” grandioso, que domina la ciudad. Consiste en una inmensa obra escultural, construida sobre la piedra bruta de una gran roca, que representa un león acostado, levantando la cabeza con altivez. Fue elevado en memoria de los caídos en la guerra y desde un cierto punto de la ciudad aquella, enorme fiera que vela por los muertos, iluminada de noche con luces difusas, es un espectáculo imponente y produce un efecto grandioso.
Después de contemplar un buen rato el “león” del “Belfort” nos encaminamos hacia el pueblito de “Angeot” donde nuevamente nos esperaban unos amigos, que nos ofrecieron una amable acogida en un confortable “chalet”.
El día estaba hermoso y a la caída de la tarde salimos a dar un paseo por la gran ruta, para admirar la campiña del “territorio de Belfort”. Aquel terreno es pintoresco porque carece de uniformidad y su suelo ondulado tiene pendientes suaves, cubiertas por el pasto fresco y verdoso de aquella estación. A lo lejos se divisaba un frondoso bosque y yo aproveché de la bicicleta que me prestó una amiga para subir y bajar aquellas cuestas débilmente inclinadas, sobre las cuales la ruta se extiende dando unas grandes vueltas.
En esta región los paisanos son excesivamente pobres; no pueden pagar la mano de obra para sus haciendas y se contentan con cultivar un pequeño trozo de terreno para tener algo de comer. Mientras seguíamos nuestra caminata, vimos pasar un pelotón de ciclistas que seguían una carrera, organizada aquella tarde, y un camión hacía de retaguardia para recoger los que ya desistían. Había ya recogido unos cuantos que miraban sus a compañeros proseguir la ruta con coraje, mientras les caían gruesas gotas de sudor por la frente...
Nos despedimos de nuestros conocidos para emprender la ruta en dirección a “Mulhouse”. Cruzamos otra parte de la provincia de Alsacia, agradable y pintoresca, y cuando se acercaba la noche, llegamos a esa ciudad que fue alemana durante 48 años.
Nos contaban allá, que en Mulhause, o mejor dicho en aquel territorio alsaciano, existe particularmente una mentalidad alemana a causa al régimen al cual estuvieron sometidos sus habitantes durante muchos años; sin embargo a pesar de esto, la Alsacia tiene un gran parecido con el pueblo suizo a causa de sus costumbres, religiones y caracteres. Hoy día Alsacia preferiría ser alemana, como lo ha sido varias veces, que estar bajo el gobierno desorganizado de Francia, el cual, hoy día, tiende a ser “soviético”. Un día para otro, creen que esta provincia va a formar un pueblo separado para no verse tironeada de un lugar para otro, por Francia y Alemania. En esta región se pueden observar muchos tipos de sajones, se oye también hablar la lengua alemana por doquier, y en la calle los carteles son casi siempre inscriptos en el idioma de nuestros amigos del “Rhin”...
Mientras cenábamos estalló una tormenta, y la lluvia comenzó a caer con profusión, lavando las calles de la ciudad, mientras oíamos a lo lejos unos rumores amenazadores.
Pero a pesar de la lluvia, de los truenos y de los rayos, salimos a visitar la ciudad de “Mulhause”. Tiene edificios muy viejos, las cales son amplias pero el empedrado data de muchos años... Observamos exteriormente el templo protestante, y mientras nos refugiábamos bajo un puente de piedra que une dos casas, mirábamos el “Hotel de Ville”, uno de los edificios más hermosos de allí, pero muy raro en su construcción. Sobre su fachada vimos una cosa que nos llamó la atención: una cabeza esculpida de mujer, se halla suspendida por dos cadenas. Un señor amigo que nos acompañaba, nos explicó lo que aquello significaba: en tiempos pasados cunado una mujer calumniaba a su prójimo, se la sujetaba del cuello por dos cadenas de hierro y se la arrastraba por las calles de la ciudad... Hoy día, esta costumbre está en desuso, porque debe ser un suplicio muy violento...
Al pasar delante de una “brasserie”, llamada “Guillaume Tell”, construida en el estilo alsaciano, vimos que colocaron sobre la puerta varios escudos; uno de ellos tenía una rueda de molino y este objeto insignificante, recuerda de qué modo se echaron los cimientos a la ciudad de “Mulhouse”: en tiempos muy lejanos un soldado “galo”, habiendo sido herido, se refugió en un molino aislado donde vivía un paisano con su hija. Éstos lo recogieron en su modesta vivienda prestándole toda clase de cuidados, y el soldado ya restablecido, se casó con la hija del molinero. La familia se fue acrecentando llegando a formar poco a poco un pueblito hasta ser un buen día la ciudad de Lulhause, cuyo nombre quiere decir “mul”= molino, y hause= casa (mul-hause).
Seguimos nuestra caminata a través de las calles resbaladizas y algo enojados con el tiempo, regresamos al hotel.
Para subir al Monte “Víeil Armand” donde se halla un importante cementerio de soldados franceses, muertos en la última guerra, nos encaminamos primeramente hasta “Cernay” y desde allí subimos la montaña del “Harmanfvillerscoff” (Víeil Armand). El camino es espléndido, perdido en un bosque de pinos, pero el tiempo mohíno de aquel día no prestaba ningún brillo a la naturaleza.
Llegamos a la meta donde apercibimos un edificio bajo, moderno, marmoleado, donde se penetra por una gran puerta de hierro, que tiene de cada lado un gran ángel de bronce, como para velar aquella entrada, donde descansan los gloriosos de la guerra.
Penetramos pues en aquel recinto frío, silencioso y húmedo, lleno de inscripciones sobre los blancos muros y lleno también de flores, dispersadas sobre las tumbas. Se lo llama “ossuaire”, porque allí han enterrado las osamentas de los cadáveres encontrados en los campos de batalla.
Detrás de este cementerio, hallábase un campo sembrado de cruces, donde la bandera francesa se eleva en medio bendiciendo a los que murieron por ella. En este cementerio has sido depositado los soldados cuyos cadáveres han sido encontrados enteros. Más lejos se ve una gran cruz negra, y a sus pies las trincheras de los franceses. Hubiéramos querido ir hasta allá, para descubrir el sitio donde tantas vidas humanas se perdieron, pero la lluvia caía persistente y se obstinaba en cortarnos camino.
Qué recuerdo doloroso para aquella provincia ese panteón inmenso donde se hallan aun vivas, las escenas de las últimas luchas que dejaron tantas viudas, tantas familias en la desolación...! Aun no habíamos visto los recuerdos más terribles de aquella guerra, expuestos en los campos de “Verdun” que presenció los combates más sangrientos...!
Bajamos nuevamente la montaña por un hermoso camino que nos condujo a Mulhouse y algunas horas más tarde, en dirección a “Strasburgo”.
Antes de penetrar en esta ciudad nos detuvimos en el grandioso castillo del “Haut-Koëisburgo” situado a 1.400 metros de altitud, donde se domina la gran llanura de Alsacia que fuimos cruzando, para llegar hasta él.
El “Guide Michelin”, un compañero inseparable del turista, nos recomendaba de no cruzar esa región sin ir a ver el antiguo y gracioso pueblito, perdido en aquellos sitios, que perteneció por el espacio de medio siglo a Alemania y que aun guarda muchos vestigios de esa dominación, por sus costumbres y por el dialecto que hablan sus habitantes.
En medio de esa pobre y viejísima aldea, se eleva una gran puerta que une dos casas y que data del siglo XI! Encima de ella han incrustado un enorme reloj y está agujereada por varias ventanitas cuadrangulares, coquetamente arregladas con cortinas cuadriculadas. De esas ventanas, repetidas en todas las otras fachadas, penden hermosos ramos de flores que alegran esas habitaciones derruidas y pobres.
Dirigimos la palabra a varios paisanos que se encontraban allí, pero parecían no entender, y entre ellos hablaban un idioma muy extraño.
Subimos la montaña del “Haut-Koëisburgo” para visitar su castillo implantado en la meta de la misma. Habiendo sido destruido por la guerra y deformado también por la acción del tiempo, esta enorme mansión fue reconstruida de acuerdo con antiguos planes y emplearon 8 años para rehacerla.
Mientras penetrábamos en sus vastas habitaciones un guía nos iba explicando la historia del viejo castillo, muy interesante por cierto, pero sentíamos mucho miedo al vernos en esos enormes patios de piedra, silenciosos como un sepulcro, y al entrar en esas tremendas piezas, obscuras y frías, donde la atmósfera parecía más pesada y las sombras más grandiosas.
Estas piezas ostentaban hermosos muebles de de estilo alsaciano que yo hasta ahora no conocía.
Según la historia, Guillermo II, venía una vez al año en el mes de mayo, para almorzar, pero nadie habitó en él. Fue sin embargo, una importante fortificación durante la guerra. Desde las estrechas ventanas de su torre, donde antaño los guerreros observaban a su alrededor las maniobras del enemigo, pudimos contemplar un hermosísimo panorama, que mostraba la gran llanura (francesa) de Alsacia, donde habían esparcido a la redonda, los típicos pueblitos.
Bajamos el hermoso camino de aquel monte abierto en la espesura de un frondoso bosque,, y después de andar un buen trecho sobre la gran llanura francesa, pasamos por “Celesta” y llegamos a “Strasburgo”.
Nos levantamos temprano al día siguiente para tener tiempo de visitar la ciudad antes de partir definitivamente de aquellos lugares.
Comenzamos por visitar su espléndida catedral, que muestra una sola aguja, majestuosa e imponente, elevándose hacia el cielo y sobrepasando como una afilada flecha el grupo de rústicas casas alsacianas que se hallan a su alrededor. Su fachada es una inmensa puntilla de piedra y sus viejas estatuas denotan un sublime trabajo de artista.
El entrar en su vasto interior uno se siente muy pequeñito al contemplar ante nosotros esa fila de columnas gigantescas y uniformes que se elevan muy altas, hasta perderse en la bóveda del cielo raso.
Un hermoso púlpito llamó mi atención; era esculpido, por lo visto, con una minuciosidad sorprendente. Los cristales de las inmensas rosáceas dejaban pasar la luz del día a través de unos vidrios multicolores, que formaban infinitos dibujos, relativos a la historia santa. Cuando estábamos en esa iglesia comenzaron a tocar el órgano y aquello era una música tan suave y tan agradable, que me hubiera quedado horas enteras para escucharla. Las notas de ese gran instrumento resonaban en las paredes de piedra y de vidrio, causando un sonido dulcísimo. Cuando salimos ya no era el órgano el que oíamos, sino el acompasado ruido de las campanas de la catedral que anunciaban las horas.
Fuimos a echar un vistaza en el barrio de “la vieille France” donde se eleva un grupo de viejas casas, de puro estilo alsaciano, en medio de las cuales se deslizan las corrientes del canal que une el Rhin con el Ródano. Al mirar las construcciones de la Alsacia, me parecía ver las casitas de la Normandía, cuyo estilo, a mi parecer, tiene mucha semejanza.
Salimos de “Strasburg” para dirigirnos a la frontera, levantada por el Rhin y admiramos desde la orilla francesa el aspecto de las regiones alemanas.
El día era hermoso y al bajar por un pequeño sendero que bordea el río, se veía claramente la otra ribera que para todo turista es tan difícil de pisar. El gran puente de Khel atraviesa el Rhin y de cada lado se levantan las banderas fronterizas.
Volvimos sobre nuestros pasos y emprendimos la ruta en dirección a Nancy, parándonos antes en el “Mont Saint Odile” pues no queríamos dejar la hermosa provincia de Alsacia sin visitar el convento de la Patrona de los alsacianos.
Después de reconfortarnos en la posada de “Clos-Saint-Odile” en el pueblo de “Obernai”, ascendimos el plegamiento de los Vasgos, internándonos en una bella región rocosa y típica.
Desde arriba, en el jardín florido del monasterio se contempla el panorama de la llanura, desde una altura culminante, haciéndonos la impresión de estar viajando en avión. Los pueblos se hallan de nuevo esparcidos a cada 7 u 8 Km. de distancia unos de otros.
El convento de Saint Odile data solamente de 1934; en medio de un gran patio cerrado se halla una gran estatua de la Santa. Bajamos nuevamente los Vasgos, contemplando toda aquella naturaleza semi-exótica, toda impregnada de distintos aromas.
Tiene un aspecto muy diferente de aquellas regiones montañosas de los Alpes, y es llamada “la Selva Negra” a causa de la abundancia de árboles que recubre su suelo y no permite a veces, que la luz del sol pase por su espeso follaje.
Solo la ruta iluminada se destaca de esa vegetación como una larga cinta blanca entrelazada en la montaña. A veces parece que han construido en ese palacio de la naturaleza, una larga fila de pilones delgados y simétricos a pocos centímetros de distancia, y todo aquello cubriendo grandes cuestas montañosas hasta extenderse también sobre las cimas y tapar cpon su mando verdoso, las metas desgastadas de estas montañas redondas.
Saliendo de estos lugares algo misteriosos y llenos de encanto, entramos en una región ondulada, verde, sin árboles, semejante a los paisajes suizos donde la presencia de los “chalets” ponen una nota alegre.
Dejamos detrás nuestro, la típica Alsacia y ya entramos en la Lorena, parándonos en la vieja ciudad de Nancy mientras decaía suavemente el día y la noche nos traía su frescor.
Teresa Lecroq, 1936.

sábado, 14 de julio de 2007

Recuerdos de viaje (12)

CAPÍTULO 12: UNA CORTA PARADA EN SUIZA

Penetramos por segunda vez en la Provenza típica y hermosa para tomar el camino que nos conduciría al Norte.
En la encantadora ciudad de “Avignon”, bajamos cuando se aproximaba mediodía, bajo ese cálido sol meridional que los poetas cantaron con acentos tan entusiastas.
Con ese mismo entusiasmo fuimos a dar una vuelta por sus calles retorcidas con el fin de conocerla, y me pareció a primera vista atrayente y simpática. Está rodeada de amplias y viejas murallas que tienen 5 siglos de existencia y que aun se conservan como monumentos del pasado.
Llegamos cerca del inmenso “palacio de los Papas” cuyo exterior gótico se eleva a una buena altura, construido con piedras gigantescas que parecen ser indestructibles, mostrando sus armoniosas líneas de palacio, con magnificencia y grandeza; es la alhaja de Avignon, que todos los turistas vienen a admirar.
Queríamos penetrar en su interior pero nos faltaba el tiempo; teníamos que llegar a “Grenoble” para la noche. Una parte de aquel edificio ha sido restaurado de acuerdo con un antiguo plan, ese pedazo donde se elevan dos torrecillas blancas que contrastan vivamente con el color polvoriento del edificio antiguo.
Más vieja es aun la iglesia donde entramos; data del siglo XIII y muestra en su interior húmedo y derruido, viejas estatuas de piedra, mutiladas por el tiempo y obscurecidas por el polvo negro y espeso de su capilla abandonada. Reinaba allí una atmósfera de sepulcro y corría un aire helado; a un lado apercibimos la tumba del Papa Benedicto XII, cuyo cuerpo de piedra descansa sobre un enorme ataúd. Saliendo del ambiente severo de aquella iglesia secular, llegamos al “Jardín du Dous” una pintoresca plaza elevada, toda bañada de luz, donde contemplamos sobre distintas fases la ciudad de Avignon.
A un lado se divisaba la antigua ciudad de “Villeneuve”, más cerca del famoso “puente de Avignon” y el Ródano se desliza debajo, formando dos grandes brazos de agua. A lo lejos se eleva la torre y el castillo de Philippe Le Bel, y alrededor se extienden los tejados de pizarra, dispersados en derredor de las angostas calles, y brillantes todos a la luz del sol.
El antiguo puente tan popularizado en esa vieja canción “Sous le pont’ d’Avignon
Ou y danse, ou y danse...”
se halla derruido en una de sus extremidades de modo que los vehículos no pueden cruzarlo. Una de sus arcadas quedó intacta extendiéndose armoniosa sobre el río, la otra quedó herida por la guerra y ya no reposa sobre la orilla; aquella ciudad muestra con orgullo esa reliquia siendo la curiosidad de los turistas. Además este famoso puente mutilado tiene algo que lo caracteriza y que ningún otro posee: es una pequeña capilla construida a un lado y a mitad de camino; pro hoy día es una pieza vacía, contada entre los monumentos históricos de Avignon.
Después de correr un buen trecho llegamos a la ciudad de Montélimard, donde nos bajamos para saborear los renombrados y exquisitos “Nougats”.
A medida que cruzábamos aquellas bellas regiones, el sol iba descendiendo en el cielo y ya había desaparecido por completo cuando apercibimos las luces de “Grenoble”.
Mientas nos alejábamos de la Costa Azul disminuía el calor y comenzábamos a sentir el frío. Una intensa humedad bajó sobre las calles de “Grenoble” y no quisimos permanecer afuera donde mirábamos el movimiento nocturno de sus avenidas.
“Grenoble” es la simpática ciudad ubicada maravillosamente cerca de los Alpes, que la rodean sin acercarse demasiado a ella, donde se practican en invierno los “sports” de la nieve y en verano constituye un animado centro desde donde parten los autos, para visitar, sin cansarse de ellos, los hermosos lugares que la circundan.
Antes de penetrar en las provincias del Este, decidimos encontrarnos con unos jóvenes amigos en “Ginebra”
¡Qué alegría de visitar la hermosa Suiza, que yo imaginaba tan pintoresca y suave, siempre rodeada de montes irregulares y nevados, iluminados por la esplendoroso luz de un sol siempre brillante! Mientras arrancábamos camino a Ginebra, observé con indecible pena que el cielo se cubría de inciertas nubes grisáceas, que se amontonaban para volcar una lluvia fría y persistente. La naturaleza que nos rodeaba había perdido su brillo cuando cruzamos “Aix-les-bains” un lugar encantador y bellísimo, que creció al pie de los Alpes, cubriéndose con un manto níveo en invierno y mostrando su risueña fisonomía en la época más cálida. Pero aquel día su semblante se mostraba tristón y habíase propuesto de recoger el agua del cielo, mientras sus lagos acrecentaban su caudal con ruido monótono y los árboles del camino, gemían suavemente, llevados a uno y otro lado por el viento húmedo.
Al contemplar aquella región que debía ser tan bella en día de sol, mis pensamientos volaban hacia el poeta Lamartine, cuyos más hermosos versos habían sido inspirados por la visión tan pintoresca del “lago du Bourget” que se extiende a pocos pasos de “Aix” y que yo lamentaba con aflicción profunda de no entreverlo, sino tras un velo de bruma y bajo un cielo de plomo.
Ni un rinconcito del firmamento se había esclarecido y aquel lago tranquilo, donde se refleja débilmente la silueta de los abetos, me pareció plácido y melancólico, como llorando al porta que le dio una gloria, cerca de su margen humedecida.
Llegamos a “Annecy” una pequeña ciudad alpínica más cercana de las grandes altitudes, impregnada también, de todas las tonalidades del gris.
Seguimos la hermosa ruta pasando por “Saint Julien-Rouge”, la última etapa de los Alpes Franceses, y por fin, después de efectuar los trámites en la frontera franco-suiza, llegamos a los alrededores de “Genĕne”.
¡Cuán pintoresca y atrayente es Ginebra! Construida sobre el hermoso lago “Lemán”, que atravesamos por anchos puentes arqueados, sobre el cual nadan plácidamente cisnes blancos y majestuosos. Al entrar el el cuarto del “Grand Hotel des Bergues” me dirigí de inmediato a la ventana y pude contemplar sus amplias calles y avenidas, el movimiento de los autos sobre los puentes que la cruzan, la limpidez y quietud del lago, que reflejaba en aquel momento la pálida luz del cielo, sus viejas casas y sus tiendas modernas: “Le Printempo de París”, “Uniprix”... pero desgraciadamente todo eso lo veía a través de una cortina de lluvia fina que cubría como un denso velo el panorama de Ginebra.
Al bajar, experimentamos indistintamente el deseo de comer los ricos y famosos chocolates suizos: Nestlé, Tobler y Keller; es la primera compra que todo buen turista ha de hacer cuando llega a Suiza... ¡y cuán deliciosos eran...!, ¡por solo el hecho de comerlos en Suiza parecen más sabrosos...!
Esa misma noche llegaron unos amigos de “Saö Paulo” y todos juntos proyectamos hacer un paseo por el interior del país. Esperando que llegue la hora de acostarnos fuimos caminando hasta la “Brasserie” de Baviera, un concurrido lugar de Ginebra, pues allí suelen reunirse con mucha frecuencia los grandes políticos de la Sociedad de las Naciones.
¿Cómo amanecería el tiempo...? Gracias a Dios las nubes se habían despejado levemente y el sol se dignaba sonreírnos, y cuando estábamos prontos para emprender camino su luz inundaba la ciudad y las últimas nubecillas se iban esfumando en el horizonte...
Comenzamos por dar la vuela del magnífico lago “Lemán” subiendo una ruta que trepa la montaña y mientras ascendíamos, el panorama suizo se descubría con hermosura mostrándonos la serenidad y placidez de aquellas aguas quietas, sobre las cuales iban deslizándose a flor de agua una velas blancas y luminosas. El día se aclaraba y el verdadero color de la naturaleza iba destacándose claramente a medida que un reflujo de luz invadía los montes.
Contorneando el lago hasta un cierto punto, llegamos a “Bulle”. Con la claridad del día las montañas parecían más enhiestas y verdosas, las aguas más transparentes...
¡Con qué gusto corrían la “Ford” y la “Chevrolet” de nuestros amigos, sobre aquellas rutas hermosas y empinadas rodeadas de suaves paisajes donde se respiraba la placidez de las campiñas bordeadas de una capa de florecillas multicolores, con fresco olor a campo...
Entramos en la mundana ciudad de “Vevey” y al salir dejamos el camino costero para internarnos en la “Corniche” que nos lleva al interior.
Todo en Suiza el sanidad y limpieza. El panorama tiene algo de singular que no se encuentra en otros países... El verdor de aquellas praderas que se extiende muy lejos cubriendo las colinas y los montes, es más luminoso y suave; unos puntos blancos van diseminándose por doquier: es el ganado que pasta en sus campos.
El típico estilo de las casitas suizas va complementando la armonía del paisaje y los techos rojizos perdidos en medio de esas praderas hacen pensar en estampas de chicos, grabadas en libros infantiles...
Todo aquello da una impresión de alegría y serenidad. Las plantaciones van formando dibujos geométricos sobre la tierra fértil de aquellos lugares, y el paisano va cultivándolas con amor y orgullo, y siempre en el pastito fresco van apareciendo botones de oro, florecillas de todos los colores que tapizan el césped.
Abandonamos esa región deliciosa para penetrar en unas tierras más montañosas que recuerdan el aspecto imponente de los Pirineos franceses donde las cuestas van cubriéndose de bosques de pinos y la vegetación se hace más espesa y obscura. Después de almorzar en una alegre posada construida sobre el borde de la ruta, resolvimos ir hasta “Broc” para visitar la famosa fábrica de esos chocolates que hacen la delicia de los turistas (todas las marcas son elaboradas bajo la razón social de “Nestlé”).
Al vernos llegar el director (o visitador) de aquella grandiosa fábrica, nos acogió muy amablemente, encantado de que el Brasil y la Argentina, vinieran a visitarla. Se apresuró a mostrarnos las espaciosas salas donde se elevan enormes máquinas que funcionan continuamente copn un ruido sordo, y nos explicó el mecanismo de ellas, empezando por las que pisan las avellanas, las que introducen el cacao, las que remueven sin cesar la pasta blanda y espesa del chocolate, hasta las que cortan, moldean, empaquetan a los bombones, para ser luego encartonados, colocados en cajones y preparados para ser expedidos.
En cada salón donde había distinta serie de elaboración, probábamos un chocolate... si hubiera habido más salas terminamos por tener una reverenda indigestión... Esto estuvo a punto de suceder, pues al salir nos ofrecieron aun más muestras de cada marca, que fuimos saboreando durante el camino, mirando al mismo tiempo las vaquitas de los campos que dan una leche tan rica con la cual se fabrican tan exquisitos chocolatines.
Salimos encantados de “Broc” y seguimos la ruta que nos llevó al encantador pueblito de “Gruyere”, cerca del cual, en una humilde granja, preparan los célebres quesos, de renombre universal.
Pero antes de hablar de los quesos, visitaremos esa deliciosa aldea muy vieja y muy típica, formada por casas limpias y antiguas, datando algunas del siglo XIII y XIV. En aquellas callejuelas de piedras se sentía la limpieza que caracteriza siempre a los habitantes de Suiza y para embellecer aun el cuadro pobre y antiguo de ese pueblito, las ventanas y balcones, estaban cubiertos por malvones de distintos colores.
En medio de la calle hay una gran fuente donde los habitantes vienen a buscar el agua. En el fondo, sobre un viejo frontón, han colocado un Cristo en cruz y de cada lado, las estatuas antiguas de la Dolorosa y de San Juan, se hallan postradas al pie de Jesús.
Nada más notable en ese cuadro religioso, colocado allí, donde la gente se reunía, que exprese más el sentimiento religioso de los habitantes de aquella época. A mi parecer vivían todos como una familia, obrando bajo la mirada de aquella cruz.
A pocos pasos se eleva el castillo de “Gruyere” que parece más antiguo aun al entrar en sus salones húmedos y obscuros donde se sentía un olor a cosas viejas y polvorientas. Tiene una gran sala de armas, una vasta cocina, una torre, cubierta en su parte exterior por una capa de madreselvas, un cuarto de dormir donde divisamos una vieja cama esculpida, un cofre antiguo y una chimenea de enormes dimensiones.
En otra sala estaban expuestos los instrumentos de suplicio de los prisioneros, que consistían en gruesas piedras de 50 Kg. que se les pendía del cuello para ahorcarlos...
Salimos de aquella mansión feudal para despedirnos de Gruyere y tomar el camino de regreso a Ginebra.
Pasando frente a la granja de los famosos quesos, bajamos para visitar su sótano donde se conserva el queso en fermentación durante 5 años!
Empezaba a decaer el día. Aun se divisaban los “dents du Midi”, hermoso pico donde la nieve formaba manchas blanquecinas que iban tomando un tiente rosado a medida que el sol bajaba. Las nubes se teñían de un color más vivo, mientras las aguas del lago se tornaban violáceas. Aquel dulce paisaje desapareció al entrar en dos grandes ciudades de “Vevey” y “Mondrux” que miran sus luces, reflejarse en el lago “Lemán”.
Después de cenar en el restaurante “Lausanois” emprendimos de inmediato el regreso, pues aun nos faltaba para alcanzar Ginebra, 60 Km.
El camino para llegar a la gran ciudad suiza es particularmente hermoso, en el sentido de que es ancho, liso, y en todo su largo es iluminado por reflectores de lumbre amarillenta, dando así la impresión de la luz del día. En cuanto al paisaje no pude entreverlo sino tras un denso velo obscuro, y deseaba profundamente en aquellas horas que surgiera el sol para contemplar las bellezas, ocultas por la noche.
En Ginebra cuando en día es hermoso, sus habitantes tiene la dicha de apercibir el pico Monte Blanco, pero en aquellos días, las nubes que rodeaban su cima, nos impidieron verlo.
Uno de los espectáculos más dulces y hermosos que he contemplado en mi vida, fue ciertamente aquel cuadro que entreví desde mi ventana cuando surgió en el cielo un inmenso arco iris que atravesaba como una gran arcada luminosa, las aguas transparentes del lago... Los siete colores obtenidos por la descomposición de la luz solar, aparecieron tan nítidos y claros en la bóveda celeste, que me quedé pasmada, mirando el sublime fenómeno que se abrió detrás de las gotas de lluvia, finas e invisibles, que caían silenciosamente, humedeciendo las calles.
Esperando a que llegase la “Ford” a la entrada del Grand Hotel des Bergues, tuve la alegría de oír hablar el español por unos argentinos. Supe que había bajado al hotel el ministro de relaciones exteriores de Buenos Aires, Saavedra Lamas, y me expliqué en seguida por qué oía por todas partes, el dulce sonido de la lengua castellana...
¿Qué pronto partíamos de Ginebra! Los cisnes blancos, tan níveos como la meta del famoso “Monte Blanco” bogaban suavemente sobre la superficie del lago, y por última vez los miré, pareciéndome más serenos y hermosos, en medio de la tranquilidad del agua.
Nos internamos nuevamente en el territorio francés, tomando un camino elevado que lleva al “col les Faucilles”, y mientras subíamos la montaña, el frío se hacía sentir con violencia.
Teresa Lecroq, 1936.

viernes, 13 de julio de 2007

Recuerdos de viaje (11)

CAPÍTULO 11: EN VOGA POR LA COSTA AZUL

Las tardes pasadas en la luminosa costa del Mediterráneo, en las cuales soplaba continuamente una ligera brisa que traía la frescura del mar y el yodo de sus aguas, se deslizaron pacíficas y tranquilas, llenas de sol y de ruido, ese ruido de las playas, que viene de las olas, de los autos que pasan velozmente sobre la ancha avenida costera, de los árboles que bordean la vereda de la rambla, como un murmullo de hojas que pos instantes se calla, escuchando el rozamiento de alas, allá arriba en el cielo radiante y azul.
Raras veces el Mediterráneo cambia de color, es casi siempre un azul verdoso, con aguas transparentes, suavemente ondeadas por el cálido viento del Sur. El panorama de la Costa Azul es indescriptible, y con gusto me asomaba yo a la ventanilla aerodinámica del coche para mirar desde lo alto de la “Corniche” la bahía ancha y azulada del mar, cuyas olas estallaban contra unos peñascos enormes, transformándose en blanquísima espuma que brillaba al sol y luego se confundía con el agua que movía sin cesar su flanco.
Un barquito a vela aparecía a lo lejos, cuya silueta nítida y recortada en el horizonte, bogaba despacio y serenamente sobre la superficie del agua. Todo el aire puro de aquella costa llenaba el espacio. El camino costero está sembrado de “villas”, de “chalets” que miraban desde una altura la majestuosa capa del mar. Parecen dormitar sosegadamente al sol, mecidos por el canto lento y repetido de las aguas.
La vegetación es verdosa y sembrada de manchas coloridas, lila, amarillas, rosadas, azules, blancas, que se agrupan alrededor de las casas para formar los maravillosos jardines que son el encanto de la Costa Azul.
La ruta a la “Moyenne Corniche” es una hermosa avenida, abierta en la montaña, que costea fosas profundas cubiertas de vegetación. Es una de las más hermosas que hayamos recorrido, al dirigirnos una tarde hacia “Montecarlo”.
Al entrar en aquellas bonitas ciudades de Mónaco y Montecarlo, los habitantes parecían disfrutar alegremente del verano. Por todas partes había gente, y reinaba gran animación (la gente es muy alegre allí porque ese país no tiene la obligación de pagar impuestos...). El majestuoso edificio del Casino domina la ciudad balnearia y al mirarlo pensé cuántas vidas habían fracasado adentro “los habitué”, en sus suntuosas salas, sobre el tapete verde.
Emprendimos la vuelta por la “Grande Corniche” que cruza la parte más alta de los Alpes Marítimos, pasando por “Beau Soleil” y la “Turbie”. En aquellos instantes el sol del crepúsculo, teñía las casas de un color rojizo, mientras el aires se hacía más fresco, la vegetación más sombría y la ruta más grisácea. El mar recibía un halón de luz enrojecida y a medida que los minutos pasaban, aquel espectáculo se hacía más suave, el sol penetraba en el mar, incendiando una o dos nubes que flotaban en el aire y que palidecían suavemente hasta tomar un tinte violáceo y confundirse con las tinieblas que invadían el mar.
“Grasse” se eleva sobre una colina y al subir el ancho camino que la contornea, su aspecto me recordaba los años de infancia, durante los cuales vine a pasar una temporada, en ese viejo hotel, que aun está intacto, mirando fijamente el lado del mar.
Abundan las flores en los alrededores de “Grasse” y sus parajes sombreados no cambiaron mucho, si no es por la construcción de nuevos chalets que la hacen más pintoresca.
Después de cruzar regiones onduladas en las cuales están “Vence” y “Saint Paul” entramos en aquel pueblo de los Alpes Marítimos para curiosear su aspecto y reconocer en él los lugares que nos fueron familiares. Entramos en la famosa confitería de “Joseph Nègre” para visitar su fábrica y sus hornos que datan de 100 años, donde presenciamos la elaboración de sus bombones fabricados con esencias de flores y de frutas.
Al regresar, después de haber pasado la tarde en ese bello rincón costero donde la agitación del verano se hacía sentir del mismo modo que en Niza, nos lanzamos por el camino bajo que festonea el mar. La “Ford” se entusiasmaba en su paseo, al contemplar delante de ella una hermosa ruta de macadam y corría apresuradamente devorando el espacio y bebiendo los obstáculos, como queriendo abarcar de un solo golpe aquel panorama del mar que extendía suavemente sus olas azules, sobre la orilla de la playa pedregosa.
Aquella noche, mientras el mundo de los veraneantes se agitaba en torno a la “Yetée Promenade” y se dejaba ir a la complacencia de un paseo sobre la avenida iluminada cruzada a lo largo por una fila de exóticas palmeras, yo me encaminaba tranquilamente al cine, esperando que el sueño me visitara. Tardó mucho en venir porque esa noche me quedé largo tiempo con el hermoso recuerdo de la película que me trajo la visión de aquellas tierras que acababa de contemplar, en el territorio de la Provenza; los mismos rincones soleados y alegres que me habían deleitado, presentaron un drama en una pequeña granja y me pareció que había visto muchas así, en el borde la la ruta, donde los campos son totalmente aprovechados, todos sembrados y cálidos. La vida “arlesienne” volvió a presentarse tal como me lo figuraba y como lo había leído en los cuentos de “Alphonse Daudet” y de Mistral.
El día se mostraba espléndido aquella tarde y no tardamos en emprender camino esta vez hacia “Saint Jean de Cap-Ferrat”, una pintoresca punta de tierra que entra en el mar, sembrada de lozana vegetación que esconde en su tupido follaje, modernas casitas de techos rojos, sobre los cuales revoloteaban algunas gaviotas, que después de extender un círculo invisible con sus alas, van a perderse del lado del mar, allá donde la brisa más fresca les da más fuerza para volar.
El tono verdoso de la vegetación establecía un dulce contraste con el reflejo azul del agua que venía a besar la orilla, y el sol de verano iluminaba densamente aquella pequeña península que rompía la regularidad de la costa, como queriendo internarse más en aquel mar hermoso y luciente.
Esa tarde, la volver de Saint Jean de Cap-Ferrat quisimos pasar por Cimiez donde habíamos veraneado en otros viajes, y esta visita en aquel pueblo cercano de Niza, acumuló en mi mente una serie de pensamientos dulces, pues recordaba en él los alegres momentos pasados en mi infancia.
Lo que más admiré en el paseo de aquella tarde fue el antiquísimo pueblito “d’Eze” que se eleva sobre una colina y que domina las cuestas marinas y las anchas “Corniches” que contornean la montaña como inmensas serpientes deslizándose a lo largo de la cadena alpínica.
No he visto población más vieja ni más mística que ese grupo de casuchas hechas de piedra, unidas unas contra otras a distinta altura del terreno, a las cuales se llega por unas largas escaleras de piedras, grises y usadas, encerradas en angostas callejuelas que reciben difícilmente la luz del sol y que la humedad y la acción del tiempo han ennegrecido.
Amaneció otro día hermoso, y sentimos no emprender otro paseo: teníamos que preparar nuestras maletas para el viaje a Alsacia.
Terminamos nuestra corta estada en “Niza” yendo a nuestros lugares privilegiados: en la ancha acera de la “Promenade des Anglais”, en el “Palais de la Mediterrannée”, en la Capillita del Sagrado Corazón y cuando estaba parada tocó a su fin, la “Pelirroja” no queriendo aun dejar la “Costa Azul”, siguió el camino que bordea el mar para dirigirse a Marsella.
Era la primera vez que cruzaba “Nice-Marseille” por el camino de la rambla y aquellos lugares me parecieron hermosos, pro plácidamente tranquilos donde la línea del mar nos seguía continuamente, ofreciéndonos la suavidad de su brisa y el murmullo de sus aguas azules.
El auto frenó en el alegre rincón de la “Cavalierè” donde nos quedamos para almorzar.
El verano iba desapareciendo poco a poco y las playas se volvían desiertas; los tumultos de la gente veraniega era reemplazado por la paz serena de las playas y ahora se oía solamente el vaivén de las aguas sobre la arena tostada.
De nuevo entrábamos en la vieja e histórica ciudad de Marsella, pero no aun para embarcarnos... todavía nos faltaba recorres esa parte del Norte de Francia tan hermosa e interesante, donde se extiende la Lorena y la Alsacia, envueltas aun en sus dolorosos recuerdos de la guerra de 1914...
De buenas a primeras y sin que lo sospecháramos aparecieron delante de nuestra puerta, dos grandes autos con sus respectivos “chauffeurs”, empaquetados en sus brillantes uniformes reglamentarios... Estos mensajeros pulcramente uniformados llegaron de improviso enviados por la familia Medda, nuestros amigos de Génova... (argentinos, pero temporalmente instalados en el espléndido castillo de “CARRARA”).
Estos “chauffeurs” tenían la misión de venir a buscarnos para ir con nuestros amigos a recorrer Italia. Grande fue nuestra sorpresa... pero, como quien dice: “agarramos viaje” en seguida (teniendo nuestras maletas listas para ir hacia Suiza...).
(“Carrara” era ya conocida por tener este lugar espléndidos mármoles).
Esta enorme mansión contaba con 6 habitaciones y, dicho sea de paso, con un gran salón principal (que según comentaban mis amigas Annettina, Nélida y Graciela), al bailar durante una fiesta, dando solamente una sola vuelta en el susodicho recinto,... se terminaba de tocar el disco... Una vez instaladas en las amplias de dormir, y, (delicadeza de nuestros amigos) abrimos un placard y el él encontramos una hermosa caja de bombones... En cuento a la ropa que dejábamos a la noche sobre algún sillón, aparecía al día siguiente bien dobladita y planchadita... Una mañana, al querer reunirme con los que ya tomaban el desayudo, me perdí completamente por las escaleras y pasillos, hasta encontrarme a duras penas, por fin, con el deseado recinto, servido “a lo príncipe...”
Con una sonrisa me acordé de repente que habiendo estado un hermano mío el año anterior en esta mansión, se había jactado de que había dormido un noche en la cama de “Garibaldi”!
En el comedor, servían los almuerzos y cenas con una pulcritud y elegancias poco comunes... un mozo portugués con guantes blancos servía la mesa... con parcimonia. Referente al aspecto y servicio de la mesa, me sorprendió sobremanera el original arreglo de la mesa antedicha... antes de embarcarnos para el circuito que nos llevaría a “Venecia...”
En el comedor una espléndida mesa “plateada” que relucía bajo los globos de luz. Habían tenido la idea de colocar a modo de hotel, unas filas interminables de chocolatines envuelto en papel plateado, como motivo decorativo y original, sobre los cuales “reposaban” los platos y cubiertos... ¡Qué delicia para los ojos del goloso...! y... ¡qué detalle original...!
Al día siguiente rumbeamos hacia el Norte, pasando por Milán, Padova (en la catedral de San Antonio de Pádua, conservan aun la lengua del mismo, gran predicador y uno de los santos más populares...) luego cruzamos Brescia, Bérgamo, para llegar a la pintoresca Venecia... con sus canales y riachos tranquilos por donde iban y venían las góndolas... Nos alojamos en el Hotel “Royal Daniela” (para tomar u merecido descanso...). Cuando cenábamos, me acuerdo de un pequeño episodio sucedido en el trato con el mozo: hablándole castellano no podía hacerle entender que yo quería degustar simplemente unos “tallarines” (dado que en ese país las pastas eran tan renombradas). El mozo no me entendía y yo, hacía grandes gestos para explicarle mi deseo... De repente me acordé de una frase que a veces repetía por mis adentros: “Mange le macarronis que te fa bene! y... se terminó el malentendido...
Al día siguiente optamos por ir a la famosa catedral de San Marcos, emplazada (valga la redundancia) en una gran plaza “plagada” de palomas... ¡qué espectáculo más hermoso...! En esa espléndida iglesia oímos nuestra misa dominical, lamenté no haber podido entender las palabras del celebrante, pues, el “italiano” era para mí un desconcierto no conocerlo...
De allí decidimos visitar el “Palacio de los Duches”. Allí sucedió un pequeño episodio que nos hizo reír... habiendo olvidado en ese Museo un paraguas, mi hermano Alberto, lamentó su pérdida y... ni corto ni perezoso el señor Medda se ofreció para ir a buscarlo. pero... en lugar del paraguas se vino con una valija...
Mi amiga y yo decidimos dar un paseo en góndola, al pasar por debajo del “puente de los suspiros” recibimos (ella sobre la cabeza y yo sobre el hombro) una cáscara de pepino... (Habíamos pegado también un “suspiro” debajo del famoso puente. Veíamos a menudo un apuesto joven que paseaba todo orondo en góndola... por lo que lo apodamos las dos: “el duque en decadencia...” A la noche, después de haber comprado unos “souvenirs” de Venecia, nuestros amigos nos invitaron a conocer “El Sido”, un gran restaurante y confitería, situado en una pequeña isla, a la que se podía acceder solamente en tranvía. (Me causó gracia cuando una de mis amigas exclama regocijada: ¡Qué lindo! es la primera vez que viajo en tranvía...
La familia Medda propuso a mis padres de seguir viaje hasta Roma, pero mi padre se opuso por la sencilla razón de que este amigo no le dejaba desembolsar nada y mi papá no quería abusar de tanta gentileza... por consiguiente, rumbeamos nuevamente hasta la Costa Azul.
En el viaje de regreso, mi amiga Nélida y yo, nos sentamos al lado del chauffeur y no me acuerdo haber charlado tanto como en ese viaje de regreso: nuestras vacaciones en “Alta Gracia”, nuestros bailes en su casa de Figueroa Alcorta, nuestros paseos a caballo... en fin, no sé cuál de las dos habló más...
Llegamos a Niza, contentos e haber recorrido la belle Italia...
Teresa Lecroq, 1936.

martes, 10 de julio de 2007

Recuerdos de viaje (10)

CAPÍTULO 10: PROSIGUIENDO VIAJE

En los pobrísimos establecimientos de “Bronstet” a 2 Kms. de “Villeneuve-Marsant”, almorzamos con nuestros amigos de Bellevue y después de reconfortarnos con la fresca y exquisita cocina de aquella granja, tomamos la ruta nacional que lleva a Burdeos.
Por 2ª vez entrábamos en la ciudad de Gironda, cuando ya palidecían los rayos solares y las sombras de los árboles del camino, se hacían más amplias.
La mañana llegó pronto y nos decidimos a visitar al Sr. Calvet, el gran importador de los vinos, del “Médoc”, quien nos acogió amablemente aconsejándonos de ir a ver “Carcassonne” una de las viejas ciudades de Francia.
Después de las horas cálidas de la tarde, cuando el ambiente se hace más liviano, fuimos de paseo hasta la ruta de Saint Médard y nos paramos para curiosear el hermoso jardín público, adornado con tapices de césped bien cortadito, donde una cantidad numerosa de jóvenes se libraban al ciclismo. Los árboles frescos y lozanos se hallaban cubiertos de florecillas que el viendo esparcía en las avenidas del jardín; era la hora más linda para quedarse y no teníamos ningunas ganas de regresar al hotel.
Al salir de Burdeos a la mañana siguiente, cruzamos los inmensos campos de viñedos que son la riqueza de esas regiones llanas y ya el sol pegaba de lleno cuando nos acercamos a “Savardac”.
Entre las casas blancas diseminadas entre los prados, que son granjas espaciosas y tranquilas, apercibimos la casa de nuestros amigos, que nos esperaban para almorzar.
“Le Bâtiment” nos recibió con la amabilidad que les es acostumbrada. Es una casa viejísima transformada en parte en una granja, donde crían los animales domésticos y donde elaboran el vino, cuyas sabrosas uvas son tan abundantes, en esas campiñas casi siempre soleadas.
Por el camino de tierra y sobre el pasto verdoso, corrían gallinitas blancas y rojizas y varios perros ladraban cuando descendimos del auto.
Durante el almuerzo, nuestros conocidos rememoraban sus años pasados en Buenos Aires y nosotros contábamos nuestro recorrido a través del hermoso territorio francés.
Tuvimos que salir temprano de Savardac para poder llegar antes de la noche a “Toulouse”.
Por ser aquel día domingo, fuimos a oír misa en la iglesia de Saint Sernin, la más importante de Toulouse. Lo que me llamó la atención en aquel lugar, instalado en la plaza de la catedral fue el “mercado de pulgas” (“le marché aux puces”).
En esa singular e inmensa tienda, puesta al aire libre, se venden objetos usados y viejísimos, y numerosas tiendas de vestir, reducidas a su más miserable expresión: zapatos, agujas, dedales, sombreros, utensilios, platos, valijas, et. etc. Mientras contemplaba esta exposición de mercaderías usadas, se acercó una paisanita y compró un par de zapatos para su chicuelo de 10 años, por 1 franco con 50...!
La chapa de nuestro auto parece haber ejercido una gran sensación en los habitantes de Francia, pues al ver la placa de “Buenos Aires” cada uno decía una palabra o se le ocurría algún comentario, como si hubiésemos venido de las regiones polares. Algunos nos decían al pasar palabras en español y otros, creyendo sin duda que esta ciudad se encontraba en los Estados Unidos, nos hablaban en inglés...
Todas las cosas de Toulouse son de color rosado, y esto se explica porque las tierras de aquellas regiones, es de un tono coral, rojizo; nada pues de extraño cuando llaman a esta ciudad: “la ville rose” (la ciudad rosa).
Para el turista esta ciudad no resulta muy interesante, según la opinión de un “toulousin”. Sin embargo posee tres grandes jardines públicos que son maravillosamente entretenidos. Los más lindos son el “Grand Rond” y el “Jardin Royal”. Además tiene un establecimiento moderno, con pileta de natación para verano e invierno, una gran sala de baile y un inmenso jardín que ocupa mucho terreno; es todo lo que uno puede ver en “Toulouse”, donde reinaba poca animación, por ser época de vacaciones.
Al salir nos dirigimos hacia “Castelnandary” la ciudad del “casonlet” (un plato especial de esa región que me pareció exquisito...) y luego tomamos la ruta a “Carcassonne”.
El camino nacional es un verdadero autoestrada, todo bordeado de corpulentos árboles que entretocan sus ramas, formando una bóveda gótica encima de nuestras cabezas. Este lazo cimentado tiene anchos recodos y al hacerse más amplio el camino, se extiende más importante y los árboles ya no se rozan, dejando ver la capa azulada del cielo.
Llegados frente al pueblo de “Carcassonne” preguntamos por la “Cité” la primitiva y secular ciudad, rodeada de amplios murallones.
Por todas partes se respiraba lo viejo, en aquella arcaica ciudad que conserva aun sus torres en forma de cono, cuyas piedras molidas tienen un color amarillento, sus ventanas estrechas y largadas por donde los soldados lanzaban antaño sus proyectiles, y sus casitas apretadas unas contra otras sin balcones y levantadas con piedras irregulares.
“Carcassonne” es un verdadero fuerte, surcado al interior por callejuelas retorcidas y provistas de grandes escalones de piedra.
Entramos en su vieja iglesia. El padre estaba celebrando la bendición. Pasaba en ese ambiente tranquilo una ola de serenidad y recogimiento. Unas voces jóvenes desde lo alto de la ambigua tribuna, cantaban las oraciones en latín, mientras el sacerdote murmuraba plegarias al pie del altar. Salimos discretamente y después de dar otro golpe de vista a esa ciudad muerta, volvimos a lanzarnos sobre la ruta en dirección a “Mazamet”.
Otro aspecto presenta el camino. Tuvimos que atravesar las “Cevĕnes”, totalmente diferentes a las montañas alpínicas y de los Pirineos. La tierra es colorada, el terreno es árido, rocalloso, seco y raras veces encontramos un arbusto; sin embargo aquella desnudez da al paisaje cierta originalidad, que me hizo recordar algunos rincones áridos de las Sierras de Córdoba. Al penetrar en esos lugares, cruzamos algunas lomas suaves y luego nos internamos en pendientes más pronunciadas, hasta llegar al valle donde está encajada “Mazamet”.
El cuadro no obstante, es pintoresco al ver las lomas cortadas que muestran una tierra rojiza como el fuego, contrastando con la tierna verdura de las plantas. Abundan allí los cazadores y pensé que corrían tras la liebre o la perdiz.
Mazamet es una linda ciudad y desde un promontorio bastante elevado, admiramos la orientación de sus casas. Detrás de ella se elevan grandes montañas de un plegamiento antiguo y más allá se extiende de nuevo la llanura.
A 51 Kms. de Mazamet se halla “Beziers” y pronto nos decidimos a ir allá, para conciliar el sueño... El paisaje sigue siendo igual y me alegré de haber conocido de este modo distintas fases de paisajes en este bello territorio de la antigua galia...
Beziers es grande, provista de lindas calles y anchas avenidas.
Cuando ya estaba por entrar en el imperio de Morfeo, cerrando los ojos a todo objeto visual, me despertaron unos gritos que venían de la calle. Escuché atentamente lo que aquello significaba, y al rato, me enteré que era sencillamente una conversación entre dos árabes, la cual degeneraba en disputa. Todas las imprecaciones del lenguaje de Mohamet se hacían oír en aquella callejuela silenciosa y era tanto el furor de uno de ellos, que en mi sueño creí que se iban a acuchillar...! Por momentos me parecía que hablaban en español, pero luego, llegaban hasta mi cuarto los acentos guturales y extraños del país africano. Por fin se calmaron y fueron alejándose, dejando nuevamente la calle desierta, en silencio, mientras volvía a internarme en el reino de los sueños.
Partimos de Beziers con un sol esplendoroso en el horizonte y seguimos la ruta que conduce a Nimes. Esta ciudad tiene vestigios de otra, muy antigua. Bajamos con el objeto de visitar el anfiteatro, donde los pueblos vienen a presenciar la muerte de los cristianos y las corridas de animales.
Nos trasladamos frente a la “Maison Carrée”, otro monumento antiguo, testigo de la opulencia y gloria de esa ciudad en el tiempo de los celtas.
Aproximándonos a Aix-en-Provence, el paisaje me hace recordar lejanamente, el cuadro de la costa uruguaya: llano, verde, con el mismo camino asfaltado por delante, las mismas casitas diseminadas y tranquilas, las mismas plantas que bordean la ruta. Y a medida que íbamos cruzando aquella pintoresca tierra, pensaba yo, en el poeta Frederic Mistral, que llenó las páginas de sus romances con el colorido y el enanto de la Provenza; y las escenas de “Míreille y Vincent” pasaban ante mis ojos en aquella mañana soleada donde flotaban en el aire suaves olores de campo.
Después de pasar rápidamente por “Aix-en-Provence”, cruzamos “Montpellier” y llegamos a “Arles”, la antigua Roma de los galos. Otro anfiteatro se levanta en el centro de la ciudad, teatro de numerosas luchas, cuyas piedras viejas y enormes se sostienen milagrosamente. Allí, las viejitas sentadas impasiblemente sobre los bancos de las plazoletas, llevaban la cofia tradicional de la provincia y son tan simpáticas en sus ropajes locales, que da gusto verlas tomar el fresco afuera, rodeadas por el cuadro de las viejas casas “arlesiennes” alineadas frente a los árboles de la plaza. El auto dio unas vueltas en la típica ciudad de “Salon”, que muestra en el centro de su calle empedrada, una fuente antigua, circundada por las mismas viejas casitas, pegadas las unas al lado de las otras. Era domingo ese día y la gente se hallaba reunida en aquel “centro” lleno de animación, donde se veía: mercaderes, diarieros, paisanitas bien puestas que volvían de misa y muchachos con aire despreocupado que se paseaban, fumando y riendo al mismo tiempo.
Pasamos por “Pelissanne”. El sol indicaba que el mediodía había ya transcurrido y bifurcamos el camino hasta “La Barden” donde probamos la buena comida provenzal. Pensaba yo que hasta ahora no habíamos tropezado con una sola posada que no fuera a gusto y admiré la sencilla pero buena comida de Francia y el modo amable con que los hosteleros reciben a los turistas. Después de haber merendado tan bien con aquella comida casera proseguimos la ruta hasta los alrededores e “Niza” y quisimos entrar en ella por la costa, pero al tocar el pie de las montañas del “Esterel” nos detuvimos ante un triste espectáculo. Las regiones sembradas de pinos y abetos iban quemándose poco a poco, echando un humo espeso y grisáceo.
Todos los años, en verano, estos lugares meridionales sufren de la sequía, pero, según parece, aquel año fue muy densa y a nuestro paso, el pasto sembrado de espinitas de pino, iba consumiéndose, dejando el lugar a una árida capa negruzca como si sacáramos la parte del pellejo a un animal. Precisamente en aquellos momentos, se había levantado un fuerte viento y no hacía sino activar el fuego, que se propagaba por los campos, bosques y montes.
¡Pobres paisanos de la Costa Azul que veían desaparecer en un día, su pequeño campo de cultivo, obra de tantos años de trabajo! El fuego se había propagado hasta el pueblo de “Agay”, situado en el borde del mar. Al llegar pues, a este lugar, un agente de tráfico nos impidió pasar y después de volver a “Fréjus” de donde salíamos, nos internamos en la sinuosa ruta del Esterel, llena de bifurcaciones y precipicios.
Cuando el viento se hubo calmado y el sol bajaba despacio en el horizonte, bañándose en aquel mar azul y sereno, llegamos a Niza la hermosa ciudad del Mediterráneo, donde se extiende la populosa avenida de los Ingleses.
Habíamos recorrido 420 Kms. Para nosotros era un record...! ¡Que de bellezas entrevistas aquel día tras la pequeña ventanilla del auto! era toda una provincia francesa que había desfilado ante nosotros, mostrándonos la encantadora serenidad de sus campiñas, de sus plantaciones, de su camino recto, la alegría de sus paisanas siempre risueñas, de sus trajes regionales; la placidez de sus antiguos molinos de harina, de sus rebaños blancos...
Teresa Lecroq, 1936.