sábado, 23 de junio de 2007

Recuerdos de viaje (3)


CAPÍTULO 3: LA CIUDAD LUZ

La excitación y el ruido se hicieron sentir cuando cruzamos los arrabales de la hermosa capital.
Avanzábamos con pena en las avenidas de “Melun” y “Fontainebleau” donde circulaban enormes camiones y autobuses. La fiebre de Paría llegaba hasta sus barrios circundantes, y era un movimiento continuo de autos y peatones. ¡“París”! despierta en mi memoria un bellísimo recuerdo. París tiene el don de atraer a quien lo visite, lo envuelve en su hechizo de placeres, de riquezas y de luz. El eco de su nombre deslumbrador y familiar reseuna en las paredes de mis recuerdos repitiéndome la visión de su encanto, de su grandeza y de su brillo. En él nadie puede conocer el estado de fastidio. Sus atracciones lo disipan, le proporcionan la alegría de vivir. El movimiento de sus “boulevares” aturde y precipita, pero se ve en él el núcleo de una vida hacendosa y agitada. París tiene la prioridad de las novedades, es el dominio de la vida artística, es la cita de las audiciones musicales, conferenciales... es el poseedor de las historias del pasado, reveladas en los antiguos museos. París es toda la organización de la vida del mundo, es en una palabra “reina del mundo”.
Para tener una idea exacta de París, es necesario haberlo visto y haber vivido en él un lapso de tiempo. En nada puede impresionar al turista, cuando llega a la capital francesa, y ve las viejas casas obscurecidas por el hollín de las chimeneas, cuando ve los edificios cuadrados y bajos que en otra parte ya contempló; pero al permanecer varios días en ella, tiempo tendrá para admirar la espléndida perspectiva del “Arc de Triomple”, paseándose por los inmensos “Campos Elíseos”, cuando le sorprenderá de noche las iluminaciones de la “Place de la Concorde”, al mirar el floreciente “Jardín du Luxemburg” que guarda la exposición de sus viejas estatuas de piedra, encarnando el nombre de una diosa. Ya le gustará París, al alzar los ojos y mirando en toda su largura la escuálida silueta de la “Tour Eiffel”, contemplando el “Carrousel”, “le Panteón”... “Notre Dame”, paseándose sobre el Sena en un “bateau-monche” y recorriendo las concurridas tiendas del “Louvre” y de las “Galerías Lafayette”.
Entré en París con el contento de ver nuevamente su aspecto para mí ya conocido pero lleno de nuevos encantos. El “Bois de Bologne” me pareció más hermoso aun; misterioso y semisalvaje respiraba en él la suave melancolía de la tarde. Es el jardín de los pequeños; el bosque en pleno París donde ronda el caminante para tomar un hálito de aire, antes de volver a la tarea de las ocupaciones diarias. De noche, es un parque de ensueños; da a uno la sensación de estar perdido en una región bellísima y lejana... mas volviendo los ojos, descubre numerosas luces, y a pocos pasos está París, la ciudad luz.
Corrimos hacia sus alrededores, y así fue que un día llegamos al parque de “Rambouillet” donde se eleva el castillo. Está rodeado de bosques y este ha sido construido para la caza. El parque es inmenso, perfectamente entretenido y en él se sentía una profunda quietud. Pasando por la hermosa selva de “Clairefontaine” regresamos a París. “Saint-Denis” tuvo asimismo nuestra visita. Descubrimos en él los tesoros de su catedral; un guía se encargó de explicarnos con todos sus detalles, durante una hora, la historia de los personajes de piedra que hace años duermen en la losa fría de esta iglesia. Unas tras otras fuimos admirando las viejas tumbas, de distintos siglos, cada cual obra magnífica de escultura. A través de una reja, colocada en la cripta de la Basílica, apercibimos la tumba de María Antonieta y la de su digno esposo Luis XVI; una era, según decían, de la hija de Luis XV y otra era, donde descansan los restos de la familia de los Borbones. He visto hermosos sepulcros, pero como los que se hallaban colocados en la nave, junto al altar, nunca se me presentaron. Ya no son simples tumbas, sino verdaderos monumentos de rico arte escultural, que merecen recordarse largo tiempo. En uno de ellos está colocada la imagen de piedra de los reyes esposos, en estado de muerte. Las estatuas de los cuatro evangelistas rodean los ángulos de aquel armazón que representa sin duda el lecho real; más abajo las cuatro virtudes se muestran en forma de mujeres, admirablemente esculpidas, y alrededor de aquel sepulcro se hallan grabadas escenas de batallas memorables. De cada lado de la iglesia, la luz entra por dos inmensos rosetones de vidrio que atraen por la variedad de sus colores.
Saliendo del recogido ambiente de la catedral de Saint Denis regresé a París, a mezclarme de nuevo en su orbe agitado.
Abriendo un paréntesis en nuestra corta permanencia en París, debo relatar nuestra visita a “Orleáns”, la ciudad de Juana de Arco ayer, y de importantes cuarteles hoy. Decidimos trasladarnos con el objeto de ver allí a un miembro de la familia hallándose entonces “bajo las banderas”.
Orleáns es antigua, muy extendida; la catedral es digna de numerar siendo vasta, hermosa e importante. El exterior de casi todas las catedrales de Francia son similares, tanto en la disposición de sus esculturas como en la clase de su estilo. Recuerdo haber visto en ella una hermosa estatua de la heroína francesa. Al mirarla recordé el pasaje de mi grueso libro de “historia”, que cuenta su solemne entrada a Orleáns, y que tantas veces había leído en mi pupitre escolar...
Cerca de “Orleáns” existe un lugar encantador; pero no dije una cosa que lo explica todo: el “Loiret” afluente del “Loira”, corre por aquellas regiones, y fue en una de sus riberas que almorzamos todos, con el espléndido cuadro de una lozana verdura, reflejándose sobre la limpidez de sus aguas. Salimos de “Oliver” para volver a París. La ruta nos abría extenso campo y sobre la brillantez de su asfalto, corríamos velozmente, mientras me complacía en la vista de un singular y alegre panorama.
“Chateaudun” es un pequeño pueblo situado a pocos kilómetros de Orleáns. Allí fuimos una tarde para depositar una corona de flores sobre la tumba de mi abuelito; me parecía adivinar que en la mente de mi padre, surgían recuerdos de infancia, al ir y venir en las quebradas callejuelas de aquella aldea. Observé en ella varios reclutamientos de soldados; comprendí que tenía cierta importancia militar. Por primera vez entré en la iglesia de “Ste. Marie Madeline”. Me pareció penetrar en templo secular, húmedo y viejísimo pero que conserva las tradiciones de los años y el misterio de su historia.
Me llamó la atención una inscripción, diseñada sobre la puerta de una prisión. Sobre ella habían grabado un pentagrama con estas siete notas: “do, mi, si, la, do, re;” que yo traducía en estos vocablos: “Domicile Adoré”. Recordé esta estupenda ironía expresada en un juego de palabras.
Muchas veces entré en las espaciosas salas del “Louvre” para curiosear sus reliquias; esta vez lo visité de noche, alumbrado por las iluminaciones difusas, que prestaban a sus paredes y a sus objetos, una suave claridad, y daban a su interior un ambiente sagrado. La persona amante de la escultura y pintura antiguas, encontrará en el “Louvre” los más elocuentes ejemplos de estas artes.
La vida mundana es en París, característica. Toda la fiebre y la agitación del pueblo parisiense es más atractiva de noche y tiene cu centro en los “boulevards”. Es una continua procesión de autos que circulan en las anchas calles, moviéndose bajo la intensa iluminación de los letreros grandiosos, de los cinematógrafos, de los teatros,, de los “Cafés”. Para tener buena ubicación en los salones de cualquier género de espectáculo es necesario solicitar su billete de entrada, dos semanas antes... Los teatros de París reciben a los mejores artistas, lo que explica la cualidad sumamente cara de las diversiones.
Hablando de “espectáculos”, hemos asistido a una original representación que no tenía por cuadro una sala teatral sino que se desarrolló en la suntuosa “Chambre des Députés” No fue una comedia, ni menos un drama; tenía por fin, la explicación de un tema honroso y por artistas a los Señores diputados. Gracias a la gentiliza de una amiga que nos consiguió entrada pude ver lo que sucedía tras las grandiosas puertas del palacio de los Representantes.
Instalada en un balcón central no perdía un movimiento de los ilustres letrados. Todas las tribunas se llenaban de gente mientras llegaban aquéllos. En esta asamblea se debatía la validez del nombramiento de “Herriot” en la ciudad de Burdeos. Mientras el movimiento general de la sala tomaba un aspecto más importante, llegó el presidente de la Cámara: “Henriot” y la función comenzó, tomando pronto un carácter agitado y debatido. Se podía muy bien compara a una clase, donde los alumnos, un tanto rebeldes, quieren todos hablar a la vez y exponer a un tiempo sus opiniones. El maestro caracterizado allí con mucha fidelidad por el ya nombrado preclaro, imponía repetidas veces el silencio, que recién empezaba cuando se oían los toques de su regla sobre el malogrado pupitre. La fogosidad y el entusiasmo parecían predominar en aquel ambiente de discusiones políticas. El grupo de los diputados formaban círculo alrededor de la tribuna central, y aquel estaba dividido en dos campos. A la derecha los candidatos del “partido social” francés llamado comúnmente “croix de feu”; a la izquierda predominaban los “comunistas” o partidarios al “radical socialista”. Los representantes subían por turno sobre una tribuna colocada a los pies de la principal, para exponer ante el público sus juicios e ideas. Debajo de aquella tomaban asiento los periodistas y taquigrafistas.
El primer magistrado pronunció un pequeño discurso para principiar la sesión y dio la palabra al “reporter” que mostró al público las diferentes fases del susodicho nombramiento. La polémica de este diplomático era interrumpida por frenéticos e inusitados aplausos, que hacían temblar los pupitres, y junto con estos parloteos de triunfo, se oía la tapa de aquellos que retumbaban con estruendo. Generalmente cuando aplaudían a diestra, silbaban y murmuraban a siniestra. Es poco decir esto, pues las protestaciones de aquella gente, mejor podrían compararse a un vocerío callejero. Observaba yo a uno, que seguramente estaría prendido a un cordón eléctrico, al ver su inquieta y movediza situación. La voz grave del presidente llamaba a la orden: ¡“Silence Messieurs, un peu de silence! je vous frie”!
Acaeció un incidente que suspendió la sesión durante media hora. Al deliberar un tema osado, el diputado comunista “Floriband Bonté” ”metió la mano en el plato”. Es sabido que el público no tiene derecho a nada, sino a mirar y a callar. Sucedió que una señora hallándose como yo, en un palco circundante se permitió cierta reflexión que no fue recibida con placer por los “radicales”. Se armó en la sala una nueva confusión; volviéndose hacia la tribuna culpable, los comunistas gritaban a la señora de salir. Como es de suponer, los de la “droite” ordenaban lo contrario. El Sr. “Herriot” puso fin a este incidente, suspendiendo el hilo de la función, mientras el guarda hacía evacuar el palco. Este motín se acalmó, y comenzó de nuevo la sesión. Aprecié la elocuencia poco común de “Herriot”, el nombrado en Burdeos; su rica verba, su palabra fácil y su fluida inspiración, me llenaron de admiración. Salimos de la “Cámara” antes que la función terminara.
Una tarde lluviosa nos dirigimos a “Vincemes” para visitar a su original “Zoo”. Al entrar allí da a uno la impresión de ver todos los animales en libertad. Podemos acercarnos a las bestias feroces, pero éstos están separados del visitante por un profundo foso lleno de agua. Prefiero verlos de este modo, a que través de una reja, allí, por lo menos tienen el semblante más risueño...!
En el centro del Jardín hallábase una inmensa roca (hecha por la mano del hombre) accesible a los paseantes hasta su cima. Decidimos escalarla a pie y ascendimos los “358” escalones de piedra. Mi alegría fue grande cuando vi que llegábamos arriba...! pues mis “pobres piernitas” ya pedían el descanso...! Aprecié la cómoda vivienda de los animales bajo el telón e lluvia, que caía fina y persistente. Al bajar del promontorio, nos cobijamos bajo un techado, esperando que cesara el feo tiempo. Por fin se despejó el cielo y volvimos a París.
La segunda etapa de nuestro recorrido tocaba a su fin. Me despedí de la “ville lumiere” para proseguir la vuelta de Francia. Ubicada en el “Ford” con maletas y valijas le dirigí un amable saludo, diciéndole al mismo tiempo que había captado mis simpatías. Tomando el camino de “Orleáns” se alejaba el ruido de París, el movimiento de sus fábricas y entrábamos en la bella campaña francesa, que esconde mil encantos y riquezas.
Teresa Lecroq, 1936.

miércoles, 20 de junio de 2007

Recuerdos de viaje (2)


CAPÍTULO 2: EL PRIMER TRAMO

“Marsella” no cambia. De historia y apariencia es viejísima. Contemplé nuevamente su “vieux port” típico y hermoso como hay pocos. Pero Marsella está “abandonada” por excelencia, pues no reina precisamente la limpieza, en sus estrecha callejuelas.
“La Cannebiére” ostenta el mismo aspecto: popular y ruidoso.
No hay cosa más cómoda para las personas que proyectaron visitar muchos sitios, como el estar instalada en un Ford V8 que obedeciendo al capricho de sus ocupantes, estacioné en cualquier lugar y a cualquier hora, cosa contraria al reglamente de los ferrocarriles. La velocidad desarrollada sobre las ruedas posee un encanto deleitable. A pequeños sorbos bebemos el aire de los caminos, impregnado de frescos olores, con sabor a hierbas cortadas y a flores de campo. No recuerdo haber descubierto en los paisajes franceses, un solo rincón monótono o feo; la variedad es su cualidad principal; unos tras otros los cuadros vivísimos de la naturaleza prodigiosa, se suceden, y en cada uno de ellos se descubre una mano de obra divina. Todo pasa como una película. Pero dudo que reproduzcan en la pantalla los matices tan lozanos y vistosos como vi en la primavera de Europa, cuando el sol acariciaba los campos húmedos y los árboles mostraban sus primeros brotes.
La primera etapa gastronómica fue la pequeña ciudad de “Briguoles” alegre y simpática. Yendo hasta Niza por la ruta del “interior” nos encontramos con las colinas del “Estorel”, sembradas de pinos. El camino era meandroso, pero pintoresco.
El viaje en auto no se halla excluido de emociones, pues al tomar el volante para correr hacia “Cannes” experimenté una muy dulce, que consiste en ser dueña del automóvil y de manejarlo con la rapidez que a uno le place procurando no volcar los peatones ni arrancar a los árboles del camino.
Desde “Cannes” circulé por la “Costa Azul” bajo un cielo proverbialmente hermoso. En las playas ardorosas y habitadas reinaba la alegría y placidez propias de los lugares de bañistas, encuadrados por la esplendorosa aparición del mar inmenso y brillante.
Niza nos acogió para el reposo; en ella permanecí un corto lapso de tiempo, empleándolo en recorrer las “Corniches” que llevan a “Montecarlo”, a “La Turbié”, a “Beau-Soleil” y a tantos otros sitios que tienen la particularidad de ser encantadores. Miran todos al mar, y es raro contemplarlos sin sol. En “Niza” no faltan atracciones. La “Yeteé Promenade” me vio llegar varias veces para instalarme en su suntuoso teatro de “revistas”, en la “Promenade des Auglais” caminé largos trechos, parándome de vez en cuando para fijar mis ojos en la extensión transparente del cielo, allá donde se pierden las aguas, en la esfumada línea del horizonte...
Al reunirse en mi mente los pensamientos que recuerdan este viaje, me parece haber vivido un sueño, porque la beldad del viaje volcó en mi alma sensaciones desconocidas. Nuestro vehículo corría velozmente, devorando el espacio. Yo imaginaba ver mi alma en suspenso, sostenida invisiblemente por una fuerza que emanaba de las nubes serenas y voluptuosas, de los campos empañados de sol, de los arroyos y cascadas que prorrumpían en ruidos argentinos... y que mi alma corría, volaba, mirando la interminable lengua de la ruta, asfaltada y luciente, y a su paso cantaba a los pájaros y a las flores, los encantos que veía...
Embarcados en la ruta de “Napoleón” que cruza los “Hantes Alpes” y “l’Izere”, llegamos a “Sisteron”, un viejísimo pueblito. Comprendía que databa de muchos siglos al mirar sus callejuelas, tortuosas y viejas, al contemplar en la obscura nave de su iglesia principal, las piedras enmohecidas y las puertas carcomidas por el tiempo. Estando yo encargada de llevar un mensaje en aquella ciudad, penetré en una casa, densamente obscura y húmeda. Topé contra una puerta en la que decía: “Chambre de Napoleón 1º, oú il passa la nuit du...”
Partimos, dirección “Grenoble”. La ruta era espléndida; la “Ford” subía con rapidez las horas, mientras me hallaba sumida en la contemplación de altas montañas redondeadas, que circundaban la llanura. Apercibí varios castillos seculares, que devolvían más típica la imagen del paisaje.
El aire, la luz y el colorido quedaron largo tiempo impresos sobre mis pupilas, y por fin concilié el sueño en la hermosa ciudad de “Granoble”.
Mi corazón rebosaba de alegría al pensar que aquella mañana íbamos a emprender la visita a la “Grande Chartrense” el grandioso y célebre convento donde los monjes fabricaban el licor tan conocido.
El camino para ir es angosto pero encerrado en una bóveda de elegantes árboles, que separaban sus troncos para dejarnos entrever las límpidas cascadas que descienden ruidosas, por entre los peñascos de las montañas. Aquellas las aguas se juntan en un río cristalino que corre en la profundidad de un pequeño valle. He de hacer notar que más de una vez “stopado” para admirar mejor las prendas hermosísimas, que Doña Naturaleza se dignó colocar en aquel rincón de los Alpes.
El follaje de los árboles se miraba en el seño del río y desde un puente elevado, miraba yo nuestras cabezas reflejarse en las ondas puras.
Las montañas circundantes son escarpadas y en la extremidad de sus altas cimas, se distingue el recorte de hileras de pinos.
La “Grande Chartrense” es un monasterio muy vasto. Cada padre regular tiene su pequeño convento y todos los seculares ocupan la parte central. Se halla encajonado en un macizo de montañas, en la soledad de los Alpes Franceses. (Ya no viven más allí los “chartreux”; desechados en la última guerra, del territorio francés, fueron a refugiarse en Italia y hoy día el convento es un edificio histórico).
Entré en la pequeña capilla, donde nuestros monjes rezaban los maitines (durable desde las 10 hs. hasta las 2 hs. de la mañana). Penetré en la “Salle des Chapitres”, el salón de reunión de los sacerdotes en las solemnidades; desde lo alto de su pedestal San Bruno, fundador de la orden, me miró con cariño invitándome a pasar y a contemplar la morada abandonada de sus hijos predilectos. Miré el cielo raso y vi que lo encuadraban numerosos escudos, en los cuales se hallaba inscripto el nombre de los superiores que se sucedieron. En la sala continua me acogió de nuevo el Santo Fundador, pero esta vez se mostraba en forma de busto. A su lado una hermosa obra de escultura representaba la “Ascensión” de “María Magdalena”. A cada paso se nos abrían puertas de capillas, allí donde los obispos venían a orar en su visita al Monasterio.
Sobre los claustros extremadamente largos, daban las puertas de las celdas donde vivieron los regulares.
Quien puede una vez contemplar las habitaciones de las celdas, donde tan pobremente vivieron los monjes, habrá visto un espectáculo inolvidable y garantizo que más de uno se impresionará. Al entrar en una de ellas se sobrecogió mi alma de un cierto sentimiento que definiría pena, respeto y temor a la vez. Penetré en un corredor estrecho, en el fondo del cual vi suspensa una gran cruz negra, sin Cristo. Por una vieja escalerita en espiral se llega a un pequeño cuarto, habiendo sido destinado, sin duda alguna, al oratorio del monje.
En la semi oscuridad de aquel aposento distinguí una estatua de María Santísima. Pasé a otra pieza de reducido espacio y comprendí, al ver un viejo sillón de piedra, incrustado en la pared y frente a un enorme escritorio, que aquella alcoba era el lugar donde nuestro amigo el “chartreux” escribía las grandes obras que caracterizan su orden o donde efectuaba asimismo las traducciones. Viene ahora la celda del fraile. Estremecí al ver tanta piedra enmohecida y más aun cuando observé el lecho donde “cada noche reposaba”.
Presentose a mis ojos una cama de madera carcomida, encajonada en la pared y cubierta por un armazón de madera. Una tabla del armazón
se prolongaba hasta servir de reborde a aquella estrecha y pobre cama.
Daba este desnudo cuarto a un jardín de reducidas dimensiones, en el centro del cual los frailes labraban un pedazo de tierra; el jardín valía decir: el aire, la distracción de los monjes. Nadie los visitaba a la semana; y un detalle muy curioso de contar es el modo de darles de comer. Por un agujero que no podía llamarse ventana, se hallaba sujeta una tabla movediza de madera usada, en la que depositaban los alimentos del enclaustrado. Salía éste al monasterio, cada domingo y días de fiesta y como perfecto ejemplo de silencio, podían usar la palabra durante dos horas cada quince días.
Pasé al refectorio de los seglares; espaciosa sala donde se extienden de cada lado estrechas mesas de madera. En el fondo se distinguía un gran sillón donde el Prior tomaba asiento para presidir el almuerzo de sus Hermanos. De costado, en la parte alta, se hallaba la tribuna, donde se procedía a la lectura.
Vi otro vasto recinto poseyendo también el carácter de comedor, pero reservado a los obispos y en él solo podían penetrar princesas o personas de sangre real.
Otra visita interesante es en la cocina. Antigua e inmensa, estaba aun provista de todos los artefactos culinarios, que si bien no tenían la cualidad de ser prehistóricos, eran por lo menos antiguos. Me llamó la atención la gigantesca canasta de ensalada que servía para alimentar a 80 monjes. Comprendí por qué había adoptado aquel tamaño cuando estuve enterada de que los fariles nunca probaban carne.
Intensamente satisfecha por esta entrevista, me dirigí junto con los parientes y amigos a la Hostería de “San Bruno”. No pude menos en aquel famoso lugar que probar el delicioso licor de la “Gde. Chartreuse”; pero ya no es más fabricado allí, desde que la avalancha de la montaña destruyó gran parte de su destilería.
Si algunos franceses comprendieran realmente las bellezas que posee su territorio, sentirían un profundo goce y un notable orgullo... Relatar el cuadro que se ofrecía a nosotros, en el camino de la vuelta, sería devolverle un aspecto desabrido, sin frescura y sin color; pues no habría términos a nuestro alcance.
“Grenoble” fue de nuevo, nuestro punto de partida, para dirigirnos esta vez hacia “Lyon”, la importante ciudad bañada por el Saona y el Ródano. Quien visita “Lyon” visita “Notre Dame de Fourvieres”; es otra “María” como la de “Marsella”... que protege bondadosa sus hijos. Se llega a aquella basílica por el funicular. El santuario de “Fourvieres” es una maravillosa construcción; posee un estilo particular y lujoso. Sus puertas principalmente demuestran un trabajo fino y artístico. Sus escaleras son de mármol de Carrara o de mármol verdoso. El interior es rico y abunda el arte escultural. Las voces del coro entonaron la Santa Misa cuando penetré en el magnífico templo.
Al pisar el umbral de la nave me esperaba un grandioso espectáculo: el panorama de la ciudad, que se extiende inmenso a los pies de esta colina; abrazado por dos lenguas de río, el Saona hacia abajo y el Ródano en la parte superior. La brisa soplaba con suavidad y frescura mientras miraba embelezada el cielo, claro y azul que cubría como una bóveda diáfana la ciudad de “Lyon”.
Aquel día se celebraba la fiesta patria, y al volver en sus viejas calles, para regresar al hotel, pude ver con emoción y tristeza, las banderas rojas que pendían de las ventanas y balcones; trataba de distinguir entre ellas un retazo de la querida bandera tricolor, lo encontré pero con dificultad.
Cuando me aprontaba a salir del hotel, oí tumultuosos cantos y vociferaciones... fui hasta corriendo la esquina y distinguí una muchedumbre que desfilaba, llevando carteles y pabellones rojos. Hombres, mujeres y niños, caminaban mostrando el puño. Comprendía que iba a tener lugar una manifestación del partido comunista. El “groom” me explicó que del otro lado, también avanzaban los “croix de feu” ostentando el estandarte tricolor, y que posiblemente estallaría un motín. Inútil de decir que nos escapamos antes de ver producirse el enojo entre los hermanos de este país. Éramos simples turistas que solo veníamos a contemplar sus riquezas y curiosidades.
Seguimos camino hasta “Carare” y “Saint-Symphorieu-en Say”. Cruzamos “Sapalisse”, “Morelius” y al anochecer llegamos a “Nevers”” que nos hospedó para una noche. Aquella tarde el sol se ocultó tras el espeso tul de una nube grisácea y lloviznó sin cesar sobre el cemento lustroso de la ruta.
Seguía lloviendo cuando bajé del hotel, para curiosear esta ciudad. Pasando el monumento a los muertos, llegué a una plaza donde habían instalado una “foire”. Llegaban a mis oídos ruidos sordos y confusos, música y voceríos. Me atardé en esta algazara donde el bullicio alegraba a los habitantes que venían en grupos a concurrir y a festejar a la feria. Aquí veía las calesitas que giraban al son de una música, allá los juegos de puntería y de lotería, acá los quioscos de golosinas, allá los de juguetes, y a medida que caminaba con el gentío, descubría nuevas dimensiones y oía más rumores. Observé que existía en “Nevers” un importante cuartel, al juzgar por la cantidad de “pioupios” que asistían a la feria.
Las ciudades francesas tienen semejanza entre ellas. Parece que todas hubieran surgido en el mismo siglo. Calles macadamizadas, casas parejas y adjuntas con techo de pizarra, ventanas sin balcón, callejuelas meandrosas y estrechísimas.
Al partir temprano para dirigirnos a París, aun no se había repuesto el tiempo y me resigné en mirar por la ventanilla del auto, la campaña francesa, empapada por la humedad, y sus árboles con el color plomizo uniforme, que adoptan cuando el cielo permanece obstinadamente cubierto.
Si existe un verdadero placer para el turista, es ciertamente el de estacionar en las antiguas posadas del camino, para almorzar. No conozco las de otros países, pero las francesas acogen al viajero con perfecta gracia y le hacen probar ante todo, el manjar peculiar de la región donde se encuentra. Existe en ellas un ambiente familiar y encantador como si uno se encontrara en su propia casa. Así sucedió en “Cosue” cuando bajamos para reconfortarnos en la posada de “Tivoli”.
Teresa Lecroq, 1936.

martes, 19 de junio de 2007

Mis hijos


Allá lejos y hace tiempo.

Con mi hijo Beto y su novia Blanca

Recuerdos de viaje (1)


CAPÍTULO 1: TRAVESÍA

Voces, tumultos, despedidas y saludos, sonrisas y apretones de manos amistosos, tales demostraciones sensibles, se efectuaban en el salón de un barco francés, pronto a retirar su ancla.
Tocaba aun la tierra argentina, y aquella ancla fue desentrañada del suelo joven, con una exclamación aguda...
Zarpó el buque mientras los pañuelos se agitaban, mientras llegaba la noche y prendía sus luces la ciudad del Plata, mientras se alejaban los amigos...
La cadencia de aquella masa flotante fue para mi reposo un mecimiento que prestó a los sueños, alas suaves y livianas, llevándonos muy lejos, hasta darles de palpar horizontes nuevos.
Montevideo me mostró se cerro hermoso cuando el día despuntaba sereno. Al bajar por la planchada, oí el tañido de las campanas; era domingo; me encaminé a la Catedral, y en ella encomendé mi travesía al Dueño de los Mares.
La vida de a bordo iba a comenzar, pronta a prorrumpir en diversiones, en alegrías, mezcladas con profundos deleites, en expansiones, procedentes de dulces esperanzas.
La existencia de a bordo es peculiar, distinta de cualquier parte de la tierra. Tiene un encanto desconocido... El mar, que rodea en aquellos momentos nuestra pequeñez, habla y dicierta al corazón, impregnando al alma un sentimiento de grandeza, de soledad, de estupenda infinidad; al ojo que lo mira le dice de cuántos colores está tejido; muchos dicen que el mar es verdoso o azulado, o grisáceo yo digo que el mar tiene infinidad de tonos, a quien sale a buscarlos... Se los da el sol, que tiñe allá lejos el horizonte desnudo.
Las brisas ecuatoriales penetraron una mañana en mi espacioso camarote y me dieron el anuncio de nuestra llegada a Brasil.
El buque besó sus costas, envueltas ese día en una capa de neblina. Retumbó en los aires la estridente sirena, mientras me pesaba entrar en la patria del “sol ardiente” confrontada con un velo de opaca niebla. Pero así como se disipan las penas del corazón, y el llanto de los ojos, así se evaporó la nube gris que envolvía a nuestro navío; y detrás de ella pude contemplar la bahía de “Santos” envuelta en la tibieza de los rayos solares.
Me asomé a la barandilla y vi mercaderes que vendían en sus barquetas movedizas, frutas, cigarros y pañuelos. Más allá una instalación mecánica, se prestaban al transporte de las renombradas bolsas de café... Bajamos a tierra. La “Praia Grande” pululaba de gente. La blanda arena de Santos ofrecía a los veraneantes su suelo fresco, por eso todos venían a recostarse en su lecho y a jugar con su polvo, al ser este año el más frío de aquellas regiones, en tanto que en verano nadie pisa la playa... se quemarían los pies!...
Pasamos la isla “Porchat” y al punto se mostraron inmensos bananales, floreciendo bajo el ardoroso sol. Las aguas desprendían a pedacitos los hilos dorados del astro rey. Rodeaban las aguas rutilantes un cerco de exóticas montañas vigorosas y fértiles, donde reposaba en sus flancos la sagrada ciudad brasileña...
¡Río de Janeiro!... la obra primorosa del Dueño. Completa en nuestra imaginación, la idea que nos hubiéramos hecho del Brasil. “Copacabana”, el “Paö de Azúcar”, el “Cristo del Corcovado” envueltos en las brumas de la mañana, sonreían a los huéspedes extranjeros que venían a admirarlos en la complacencia de una aurora hermosa.
“Querido Río Branco” me mostró el movimiento diario de Río que lo cruza como larga arteria. Mi entusiasmo se propagó con demasiada prontitud, pues observé con amargura la llegada de incierta nubecillas de neblina.
El camino que sube a “Santa Tereza” está cercado de abundante vegetación; su espesura no da entrada al sol y existe en su profundidad intensa humedad, que hace progresar sus bellezas características. Palpitaban en ella numerosas vidas; un mundo interior que florece con la savia de las hojas y el zumo de las hierbas, permaneciendo impasible bajo los dardos del sol. Únicamente se respira quietud, mirando la masa de plantas... y cuánta inquietud reina en aquel interior de lianas, de hojas y de Kallos, que pone una nota de misterio entre los arcanos escondidos del Brasil.
“Río: una ciudad moderna en un caos de montañas... Casas y edificios modernísimos elevan sus blancas fachadas en todo el largo de las “praias”... El calor se adueña de ella... y la vida es insoportable.
Partió el “Campana” con el alma impresa de deleites exóticos, mirando alejarse, a través de una nube voluble, la imagen de piedra del Cristo, que tiende inmenso sus brazos protectores, para guardar la bahía hermosa de “Río de Janeiro...”
En los vapores existe un huésped inoportuno, que viene a turbar con su presencia amarga, la población pasajera; existe, sí, el mareo, y de preferencia le gusta visitarme a mí... Pero felizmente pasa, como pasa una tormenta de verano, brillando nuevamente el cielo radiante.
Las secciones de “cine”, los bailes con el concurso de la orquesta, los juegos del puente, los animados partidos de cartas, solo sirven para dejar pasar las horas, pues el recuerdo con prontitud se esfuma. Mas no olvidaremos las distintas impresiones que resentimos, al mirar el campo inmenso del mar y menos pisando un puerto, y menos pisando un puerto, hasta ahora desconocido para nosotros.
Encontramos la lluvia en la última escala brasileña: “Pernambuco”; el tiempo se mostró toda la tarde mustio y desagradable, la humedad nos helaba los huesos mientras corría nuestros taxi, en dirección a la playa de “Olinda”.
Trataba de recordar las bellezas de la capital del Brasil, al mirar esta ciudad, que no se halla precisamente dotada por la naturaleza de riquezas sublimes. El tiempo devolvía su imagen, menos favorable aun. El original huésped de “Pernambuco” apodado “pece boy” prisionero en un estanque central, no demostró asimismo mucha amabilidad, pues apenas asomaba en el agua, su ancha boca movediza, para saciarse de las hierbas que flotaban en el agua. Este fenómeno, exento de toda cortesía, permaneció obstinadamente inmóvil en el fondo de la bañera y en vista de esta actitud, tomamos el camino de la vuelta.
...Cinco días vagando por el mar... Cinco días sin apercibir Sierra... Solos con el cielo y el agua, mirando desplazarse el horizonte lejano, que guardaba otro mundo en sus entrañas profundas.
Las banderitas francesas colocadas sobre el mapa de nuestro recorrido, iban aumentando, y una de ellas vino a pincharse sobre el puerto africano: “Dakar”.
La diosa Morliuda no me entretuvo mucho tiempo, aquella noche, y me asomé temprano por mi ventanilla ancha. Una pálida claridad flotaba sobre la ciudad Senegalesa, el sol no había despuntado aun y de lejos veía figuras agitarse continuamente sobre el muelle, mientras el buque preparaba sus gruesas barloas, para engancharlas en tierra firme.
Al descender, pensé que colocaba el pie sobre el umbral de Francia; pero, cuán lejos estaba de parecerse a un solo rincón francés, aquella ciudad de negros y de mulatos!... Lo constaté al recorrer sus calles en un viejo fiacre, tirado por dos representantes de la raza caballar, puestos en un triste estado de flaqueza y de miseria.
Carece de árboles, las casas son bajas y blanquecinas, los insectos invaden el aire; entre los habitantes predominan los negros. Nuestro olfato, tal vez un poco delicado, sentíase molesto al cruzar el “barrio negro” donde miserables viviendas están acumuladas en un terreno inculto y dispensado particularmente de limpieza. Bajamos en el “mercado”. Las mujeres visten túnicas de género vistoso, turbantes de llamativos colores, colocados sobre un peinado crespo y dispuestos los mechones, de mil maneras originales, llevan una ancha banda en las espaldas, babuchas de cuero colorado, brazaletes en los brazos y en los pies. Como personas prácticas que son, llevan al hijito sobre sus espaldas, sostenido por aquella banda.
Penetramos en el silencioso recinto de la Catedral, donde rezaban unas negras. Observé el estilo de aquella iglesia que me pareció carecer totalmente de belleza. El color de su piedra es morado, tirando al tono de tierra, con reborde dorado.
Salimos de la ciudad en busca de aire!... reinaba en Dakar intenso calor. Tomamos el camino de la “Coruiche”. Observé en aquella región costera la variedad de pájaros que revoloteaban en torno nuestro; fue lo que más agradó mis ojos en la escala negra... En el suelo, unos lagartos se desfilaban ligerísimos por entre las piedras... me acuerdo siempre de uno ostentando el cuerpo azulado y la cabeza amarillenta.
El ser distraída es un defecto que tomó en mí mucho incremento, pues al subir a bordo con el propósito de seguir viaje a Francia, observé que el barco había sufrido rápidas transformaciones... me di cuenta que me hallaba sobre el “Kerguelen” vecino nuestro de dique.
La marcha de nuestro vehículo marítimo atrajo la brisa fresca y suavizadora. Penetramos en el vasto Mediterráneo que desune dos continentes... La mirada pura del cielo nos permitió ver las cotas españolas al través de la diafanidad del aire costero. El mar adoptó la tonalidad de una agua-marina... se vistió el firmamento de un ropaje azulado, como hasta entonces no se había ceñido... me expliqué este fenómeno al pensar que caminábamos hacia la famosa “Costa Azul”...
¡Barcelona!... acostamos ante el panorama hermoso de la gran ciudad española. Pronto estuvieron listos dos autos excursionistas. En uno de ellos me hallaba yo, con el alma radiante. La mayoría de los monumentos de Barcelona fueron ojeados por este grupo de turistas que recorría sus anchas calles, bajo la luminosidad esplendorosa del sol.
La Basílica de la “Santa Familia”, la “Generalitá de Catalunya”, el “Palacio de los Archivos de la Corona de Aragón”, el “Claustro de la Catedral”, la “Exposición” fueron nuestra escala en la populosa villa de España. En cada una de ellas comprendí que era ésta de un gran valor histórico.
Inútilmente tentaría de describir las riquezas de estos grandiosos monumentos, porque perderían su valor artístico y legendario. Queden ellos guardando el misterio de sus magníficas construcciones, existiendo una sola manera de impresionar al turista, al venir él mismo a palpar sus bellezas.
Barcelona nos despidió al mediodía, mientras se alejaba de nosotros el ruido de sus avenidas y la figura moderna de su panorama.
El viaje tocaba a su término... Una noche más a bordo, y ya pisaba tierra firme, sintiéndome en la patria de mis padres... otra patria para mí...
Antes de contemplar el gran puerto cosmopolita, apercibimos la colina que abriga el renombrado santuario de “Notre Dame de la Garde”. Ante todo la vemos a “ella”, que vela por sus hijos marinos...
La viejísima ciudad francesa nos esperaba... pues ella guardaba nuestros parientes.
Sin embargo, me apenaba un tanto llegar... pues aquello quería decir: dejar el “Campana” que había sido tan amable de conducirnos hasta el viejo continente, y abandonar la deliciosa existencia desarrolladora de su corta estancia.
Teresa Lecroq, 1936.