sábado, 23 de junio de 2007

Recuerdos de viaje (3)


CAPÍTULO 3: LA CIUDAD LUZ

La excitación y el ruido se hicieron sentir cuando cruzamos los arrabales de la hermosa capital.
Avanzábamos con pena en las avenidas de “Melun” y “Fontainebleau” donde circulaban enormes camiones y autobuses. La fiebre de Paría llegaba hasta sus barrios circundantes, y era un movimiento continuo de autos y peatones. ¡“París”! despierta en mi memoria un bellísimo recuerdo. París tiene el don de atraer a quien lo visite, lo envuelve en su hechizo de placeres, de riquezas y de luz. El eco de su nombre deslumbrador y familiar reseuna en las paredes de mis recuerdos repitiéndome la visión de su encanto, de su grandeza y de su brillo. En él nadie puede conocer el estado de fastidio. Sus atracciones lo disipan, le proporcionan la alegría de vivir. El movimiento de sus “boulevares” aturde y precipita, pero se ve en él el núcleo de una vida hacendosa y agitada. París tiene la prioridad de las novedades, es el dominio de la vida artística, es la cita de las audiciones musicales, conferenciales... es el poseedor de las historias del pasado, reveladas en los antiguos museos. París es toda la organización de la vida del mundo, es en una palabra “reina del mundo”.
Para tener una idea exacta de París, es necesario haberlo visto y haber vivido en él un lapso de tiempo. En nada puede impresionar al turista, cuando llega a la capital francesa, y ve las viejas casas obscurecidas por el hollín de las chimeneas, cuando ve los edificios cuadrados y bajos que en otra parte ya contempló; pero al permanecer varios días en ella, tiempo tendrá para admirar la espléndida perspectiva del “Arc de Triomple”, paseándose por los inmensos “Campos Elíseos”, cuando le sorprenderá de noche las iluminaciones de la “Place de la Concorde”, al mirar el floreciente “Jardín du Luxemburg” que guarda la exposición de sus viejas estatuas de piedra, encarnando el nombre de una diosa. Ya le gustará París, al alzar los ojos y mirando en toda su largura la escuálida silueta de la “Tour Eiffel”, contemplando el “Carrousel”, “le Panteón”... “Notre Dame”, paseándose sobre el Sena en un “bateau-monche” y recorriendo las concurridas tiendas del “Louvre” y de las “Galerías Lafayette”.
Entré en París con el contento de ver nuevamente su aspecto para mí ya conocido pero lleno de nuevos encantos. El “Bois de Bologne” me pareció más hermoso aun; misterioso y semisalvaje respiraba en él la suave melancolía de la tarde. Es el jardín de los pequeños; el bosque en pleno París donde ronda el caminante para tomar un hálito de aire, antes de volver a la tarea de las ocupaciones diarias. De noche, es un parque de ensueños; da a uno la sensación de estar perdido en una región bellísima y lejana... mas volviendo los ojos, descubre numerosas luces, y a pocos pasos está París, la ciudad luz.
Corrimos hacia sus alrededores, y así fue que un día llegamos al parque de “Rambouillet” donde se eleva el castillo. Está rodeado de bosques y este ha sido construido para la caza. El parque es inmenso, perfectamente entretenido y en él se sentía una profunda quietud. Pasando por la hermosa selva de “Clairefontaine” regresamos a París. “Saint-Denis” tuvo asimismo nuestra visita. Descubrimos en él los tesoros de su catedral; un guía se encargó de explicarnos con todos sus detalles, durante una hora, la historia de los personajes de piedra que hace años duermen en la losa fría de esta iglesia. Unas tras otras fuimos admirando las viejas tumbas, de distintos siglos, cada cual obra magnífica de escultura. A través de una reja, colocada en la cripta de la Basílica, apercibimos la tumba de María Antonieta y la de su digno esposo Luis XVI; una era, según decían, de la hija de Luis XV y otra era, donde descansan los restos de la familia de los Borbones. He visto hermosos sepulcros, pero como los que se hallaban colocados en la nave, junto al altar, nunca se me presentaron. Ya no son simples tumbas, sino verdaderos monumentos de rico arte escultural, que merecen recordarse largo tiempo. En uno de ellos está colocada la imagen de piedra de los reyes esposos, en estado de muerte. Las estatuas de los cuatro evangelistas rodean los ángulos de aquel armazón que representa sin duda el lecho real; más abajo las cuatro virtudes se muestran en forma de mujeres, admirablemente esculpidas, y alrededor de aquel sepulcro se hallan grabadas escenas de batallas memorables. De cada lado de la iglesia, la luz entra por dos inmensos rosetones de vidrio que atraen por la variedad de sus colores.
Saliendo del recogido ambiente de la catedral de Saint Denis regresé a París, a mezclarme de nuevo en su orbe agitado.
Abriendo un paréntesis en nuestra corta permanencia en París, debo relatar nuestra visita a “Orleáns”, la ciudad de Juana de Arco ayer, y de importantes cuarteles hoy. Decidimos trasladarnos con el objeto de ver allí a un miembro de la familia hallándose entonces “bajo las banderas”.
Orleáns es antigua, muy extendida; la catedral es digna de numerar siendo vasta, hermosa e importante. El exterior de casi todas las catedrales de Francia son similares, tanto en la disposición de sus esculturas como en la clase de su estilo. Recuerdo haber visto en ella una hermosa estatua de la heroína francesa. Al mirarla recordé el pasaje de mi grueso libro de “historia”, que cuenta su solemne entrada a Orleáns, y que tantas veces había leído en mi pupitre escolar...
Cerca de “Orleáns” existe un lugar encantador; pero no dije una cosa que lo explica todo: el “Loiret” afluente del “Loira”, corre por aquellas regiones, y fue en una de sus riberas que almorzamos todos, con el espléndido cuadro de una lozana verdura, reflejándose sobre la limpidez de sus aguas. Salimos de “Oliver” para volver a París. La ruta nos abría extenso campo y sobre la brillantez de su asfalto, corríamos velozmente, mientras me complacía en la vista de un singular y alegre panorama.
“Chateaudun” es un pequeño pueblo situado a pocos kilómetros de Orleáns. Allí fuimos una tarde para depositar una corona de flores sobre la tumba de mi abuelito; me parecía adivinar que en la mente de mi padre, surgían recuerdos de infancia, al ir y venir en las quebradas callejuelas de aquella aldea. Observé en ella varios reclutamientos de soldados; comprendí que tenía cierta importancia militar. Por primera vez entré en la iglesia de “Ste. Marie Madeline”. Me pareció penetrar en templo secular, húmedo y viejísimo pero que conserva las tradiciones de los años y el misterio de su historia.
Me llamó la atención una inscripción, diseñada sobre la puerta de una prisión. Sobre ella habían grabado un pentagrama con estas siete notas: “do, mi, si, la, do, re;” que yo traducía en estos vocablos: “Domicile Adoré”. Recordé esta estupenda ironía expresada en un juego de palabras.
Muchas veces entré en las espaciosas salas del “Louvre” para curiosear sus reliquias; esta vez lo visité de noche, alumbrado por las iluminaciones difusas, que prestaban a sus paredes y a sus objetos, una suave claridad, y daban a su interior un ambiente sagrado. La persona amante de la escultura y pintura antiguas, encontrará en el “Louvre” los más elocuentes ejemplos de estas artes.
La vida mundana es en París, característica. Toda la fiebre y la agitación del pueblo parisiense es más atractiva de noche y tiene cu centro en los “boulevards”. Es una continua procesión de autos que circulan en las anchas calles, moviéndose bajo la intensa iluminación de los letreros grandiosos, de los cinematógrafos, de los teatros,, de los “Cafés”. Para tener buena ubicación en los salones de cualquier género de espectáculo es necesario solicitar su billete de entrada, dos semanas antes... Los teatros de París reciben a los mejores artistas, lo que explica la cualidad sumamente cara de las diversiones.
Hablando de “espectáculos”, hemos asistido a una original representación que no tenía por cuadro una sala teatral sino que se desarrolló en la suntuosa “Chambre des Députés” No fue una comedia, ni menos un drama; tenía por fin, la explicación de un tema honroso y por artistas a los Señores diputados. Gracias a la gentiliza de una amiga que nos consiguió entrada pude ver lo que sucedía tras las grandiosas puertas del palacio de los Representantes.
Instalada en un balcón central no perdía un movimiento de los ilustres letrados. Todas las tribunas se llenaban de gente mientras llegaban aquéllos. En esta asamblea se debatía la validez del nombramiento de “Herriot” en la ciudad de Burdeos. Mientras el movimiento general de la sala tomaba un aspecto más importante, llegó el presidente de la Cámara: “Henriot” y la función comenzó, tomando pronto un carácter agitado y debatido. Se podía muy bien compara a una clase, donde los alumnos, un tanto rebeldes, quieren todos hablar a la vez y exponer a un tiempo sus opiniones. El maestro caracterizado allí con mucha fidelidad por el ya nombrado preclaro, imponía repetidas veces el silencio, que recién empezaba cuando se oían los toques de su regla sobre el malogrado pupitre. La fogosidad y el entusiasmo parecían predominar en aquel ambiente de discusiones políticas. El grupo de los diputados formaban círculo alrededor de la tribuna central, y aquel estaba dividido en dos campos. A la derecha los candidatos del “partido social” francés llamado comúnmente “croix de feu”; a la izquierda predominaban los “comunistas” o partidarios al “radical socialista”. Los representantes subían por turno sobre una tribuna colocada a los pies de la principal, para exponer ante el público sus juicios e ideas. Debajo de aquella tomaban asiento los periodistas y taquigrafistas.
El primer magistrado pronunció un pequeño discurso para principiar la sesión y dio la palabra al “reporter” que mostró al público las diferentes fases del susodicho nombramiento. La polémica de este diplomático era interrumpida por frenéticos e inusitados aplausos, que hacían temblar los pupitres, y junto con estos parloteos de triunfo, se oía la tapa de aquellos que retumbaban con estruendo. Generalmente cuando aplaudían a diestra, silbaban y murmuraban a siniestra. Es poco decir esto, pues las protestaciones de aquella gente, mejor podrían compararse a un vocerío callejero. Observaba yo a uno, que seguramente estaría prendido a un cordón eléctrico, al ver su inquieta y movediza situación. La voz grave del presidente llamaba a la orden: ¡“Silence Messieurs, un peu de silence! je vous frie”!
Acaeció un incidente que suspendió la sesión durante media hora. Al deliberar un tema osado, el diputado comunista “Floriband Bonté” ”metió la mano en el plato”. Es sabido que el público no tiene derecho a nada, sino a mirar y a callar. Sucedió que una señora hallándose como yo, en un palco circundante se permitió cierta reflexión que no fue recibida con placer por los “radicales”. Se armó en la sala una nueva confusión; volviéndose hacia la tribuna culpable, los comunistas gritaban a la señora de salir. Como es de suponer, los de la “droite” ordenaban lo contrario. El Sr. “Herriot” puso fin a este incidente, suspendiendo el hilo de la función, mientras el guarda hacía evacuar el palco. Este motín se acalmó, y comenzó de nuevo la sesión. Aprecié la elocuencia poco común de “Herriot”, el nombrado en Burdeos; su rica verba, su palabra fácil y su fluida inspiración, me llenaron de admiración. Salimos de la “Cámara” antes que la función terminara.
Una tarde lluviosa nos dirigimos a “Vincemes” para visitar a su original “Zoo”. Al entrar allí da a uno la impresión de ver todos los animales en libertad. Podemos acercarnos a las bestias feroces, pero éstos están separados del visitante por un profundo foso lleno de agua. Prefiero verlos de este modo, a que través de una reja, allí, por lo menos tienen el semblante más risueño...!
En el centro del Jardín hallábase una inmensa roca (hecha por la mano del hombre) accesible a los paseantes hasta su cima. Decidimos escalarla a pie y ascendimos los “358” escalones de piedra. Mi alegría fue grande cuando vi que llegábamos arriba...! pues mis “pobres piernitas” ya pedían el descanso...! Aprecié la cómoda vivienda de los animales bajo el telón e lluvia, que caía fina y persistente. Al bajar del promontorio, nos cobijamos bajo un techado, esperando que cesara el feo tiempo. Por fin se despejó el cielo y volvimos a París.
La segunda etapa de nuestro recorrido tocaba a su fin. Me despedí de la “ville lumiere” para proseguir la vuelta de Francia. Ubicada en el “Ford” con maletas y valijas le dirigí un amable saludo, diciéndole al mismo tiempo que había captado mis simpatías. Tomando el camino de “Orleáns” se alejaba el ruido de París, el movimiento de sus fábricas y entrábamos en la bella campaña francesa, que esconde mil encantos y riquezas.
Teresa Lecroq, 1936.

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