miércoles, 20 de junio de 2007

Recuerdos de viaje (2)


CAPÍTULO 2: EL PRIMER TRAMO

“Marsella” no cambia. De historia y apariencia es viejísima. Contemplé nuevamente su “vieux port” típico y hermoso como hay pocos. Pero Marsella está “abandonada” por excelencia, pues no reina precisamente la limpieza, en sus estrecha callejuelas.
“La Cannebiére” ostenta el mismo aspecto: popular y ruidoso.
No hay cosa más cómoda para las personas que proyectaron visitar muchos sitios, como el estar instalada en un Ford V8 que obedeciendo al capricho de sus ocupantes, estacioné en cualquier lugar y a cualquier hora, cosa contraria al reglamente de los ferrocarriles. La velocidad desarrollada sobre las ruedas posee un encanto deleitable. A pequeños sorbos bebemos el aire de los caminos, impregnado de frescos olores, con sabor a hierbas cortadas y a flores de campo. No recuerdo haber descubierto en los paisajes franceses, un solo rincón monótono o feo; la variedad es su cualidad principal; unos tras otros los cuadros vivísimos de la naturaleza prodigiosa, se suceden, y en cada uno de ellos se descubre una mano de obra divina. Todo pasa como una película. Pero dudo que reproduzcan en la pantalla los matices tan lozanos y vistosos como vi en la primavera de Europa, cuando el sol acariciaba los campos húmedos y los árboles mostraban sus primeros brotes.
La primera etapa gastronómica fue la pequeña ciudad de “Briguoles” alegre y simpática. Yendo hasta Niza por la ruta del “interior” nos encontramos con las colinas del “Estorel”, sembradas de pinos. El camino era meandroso, pero pintoresco.
El viaje en auto no se halla excluido de emociones, pues al tomar el volante para correr hacia “Cannes” experimenté una muy dulce, que consiste en ser dueña del automóvil y de manejarlo con la rapidez que a uno le place procurando no volcar los peatones ni arrancar a los árboles del camino.
Desde “Cannes” circulé por la “Costa Azul” bajo un cielo proverbialmente hermoso. En las playas ardorosas y habitadas reinaba la alegría y placidez propias de los lugares de bañistas, encuadrados por la esplendorosa aparición del mar inmenso y brillante.
Niza nos acogió para el reposo; en ella permanecí un corto lapso de tiempo, empleándolo en recorrer las “Corniches” que llevan a “Montecarlo”, a “La Turbié”, a “Beau-Soleil” y a tantos otros sitios que tienen la particularidad de ser encantadores. Miran todos al mar, y es raro contemplarlos sin sol. En “Niza” no faltan atracciones. La “Yeteé Promenade” me vio llegar varias veces para instalarme en su suntuoso teatro de “revistas”, en la “Promenade des Auglais” caminé largos trechos, parándome de vez en cuando para fijar mis ojos en la extensión transparente del cielo, allá donde se pierden las aguas, en la esfumada línea del horizonte...
Al reunirse en mi mente los pensamientos que recuerdan este viaje, me parece haber vivido un sueño, porque la beldad del viaje volcó en mi alma sensaciones desconocidas. Nuestro vehículo corría velozmente, devorando el espacio. Yo imaginaba ver mi alma en suspenso, sostenida invisiblemente por una fuerza que emanaba de las nubes serenas y voluptuosas, de los campos empañados de sol, de los arroyos y cascadas que prorrumpían en ruidos argentinos... y que mi alma corría, volaba, mirando la interminable lengua de la ruta, asfaltada y luciente, y a su paso cantaba a los pájaros y a las flores, los encantos que veía...
Embarcados en la ruta de “Napoleón” que cruza los “Hantes Alpes” y “l’Izere”, llegamos a “Sisteron”, un viejísimo pueblito. Comprendía que databa de muchos siglos al mirar sus callejuelas, tortuosas y viejas, al contemplar en la obscura nave de su iglesia principal, las piedras enmohecidas y las puertas carcomidas por el tiempo. Estando yo encargada de llevar un mensaje en aquella ciudad, penetré en una casa, densamente obscura y húmeda. Topé contra una puerta en la que decía: “Chambre de Napoleón 1º, oú il passa la nuit du...”
Partimos, dirección “Grenoble”. La ruta era espléndida; la “Ford” subía con rapidez las horas, mientras me hallaba sumida en la contemplación de altas montañas redondeadas, que circundaban la llanura. Apercibí varios castillos seculares, que devolvían más típica la imagen del paisaje.
El aire, la luz y el colorido quedaron largo tiempo impresos sobre mis pupilas, y por fin concilié el sueño en la hermosa ciudad de “Granoble”.
Mi corazón rebosaba de alegría al pensar que aquella mañana íbamos a emprender la visita a la “Grande Chartrense” el grandioso y célebre convento donde los monjes fabricaban el licor tan conocido.
El camino para ir es angosto pero encerrado en una bóveda de elegantes árboles, que separaban sus troncos para dejarnos entrever las límpidas cascadas que descienden ruidosas, por entre los peñascos de las montañas. Aquellas las aguas se juntan en un río cristalino que corre en la profundidad de un pequeño valle. He de hacer notar que más de una vez “stopado” para admirar mejor las prendas hermosísimas, que Doña Naturaleza se dignó colocar en aquel rincón de los Alpes.
El follaje de los árboles se miraba en el seño del río y desde un puente elevado, miraba yo nuestras cabezas reflejarse en las ondas puras.
Las montañas circundantes son escarpadas y en la extremidad de sus altas cimas, se distingue el recorte de hileras de pinos.
La “Grande Chartrense” es un monasterio muy vasto. Cada padre regular tiene su pequeño convento y todos los seculares ocupan la parte central. Se halla encajonado en un macizo de montañas, en la soledad de los Alpes Franceses. (Ya no viven más allí los “chartreux”; desechados en la última guerra, del territorio francés, fueron a refugiarse en Italia y hoy día el convento es un edificio histórico).
Entré en la pequeña capilla, donde nuestros monjes rezaban los maitines (durable desde las 10 hs. hasta las 2 hs. de la mañana). Penetré en la “Salle des Chapitres”, el salón de reunión de los sacerdotes en las solemnidades; desde lo alto de su pedestal San Bruno, fundador de la orden, me miró con cariño invitándome a pasar y a contemplar la morada abandonada de sus hijos predilectos. Miré el cielo raso y vi que lo encuadraban numerosos escudos, en los cuales se hallaba inscripto el nombre de los superiores que se sucedieron. En la sala continua me acogió de nuevo el Santo Fundador, pero esta vez se mostraba en forma de busto. A su lado una hermosa obra de escultura representaba la “Ascensión” de “María Magdalena”. A cada paso se nos abrían puertas de capillas, allí donde los obispos venían a orar en su visita al Monasterio.
Sobre los claustros extremadamente largos, daban las puertas de las celdas donde vivieron los regulares.
Quien puede una vez contemplar las habitaciones de las celdas, donde tan pobremente vivieron los monjes, habrá visto un espectáculo inolvidable y garantizo que más de uno se impresionará. Al entrar en una de ellas se sobrecogió mi alma de un cierto sentimiento que definiría pena, respeto y temor a la vez. Penetré en un corredor estrecho, en el fondo del cual vi suspensa una gran cruz negra, sin Cristo. Por una vieja escalerita en espiral se llega a un pequeño cuarto, habiendo sido destinado, sin duda alguna, al oratorio del monje.
En la semi oscuridad de aquel aposento distinguí una estatua de María Santísima. Pasé a otra pieza de reducido espacio y comprendí, al ver un viejo sillón de piedra, incrustado en la pared y frente a un enorme escritorio, que aquella alcoba era el lugar donde nuestro amigo el “chartreux” escribía las grandes obras que caracterizan su orden o donde efectuaba asimismo las traducciones. Viene ahora la celda del fraile. Estremecí al ver tanta piedra enmohecida y más aun cuando observé el lecho donde “cada noche reposaba”.
Presentose a mis ojos una cama de madera carcomida, encajonada en la pared y cubierta por un armazón de madera. Una tabla del armazón
se prolongaba hasta servir de reborde a aquella estrecha y pobre cama.
Daba este desnudo cuarto a un jardín de reducidas dimensiones, en el centro del cual los frailes labraban un pedazo de tierra; el jardín valía decir: el aire, la distracción de los monjes. Nadie los visitaba a la semana; y un detalle muy curioso de contar es el modo de darles de comer. Por un agujero que no podía llamarse ventana, se hallaba sujeta una tabla movediza de madera usada, en la que depositaban los alimentos del enclaustrado. Salía éste al monasterio, cada domingo y días de fiesta y como perfecto ejemplo de silencio, podían usar la palabra durante dos horas cada quince días.
Pasé al refectorio de los seglares; espaciosa sala donde se extienden de cada lado estrechas mesas de madera. En el fondo se distinguía un gran sillón donde el Prior tomaba asiento para presidir el almuerzo de sus Hermanos. De costado, en la parte alta, se hallaba la tribuna, donde se procedía a la lectura.
Vi otro vasto recinto poseyendo también el carácter de comedor, pero reservado a los obispos y en él solo podían penetrar princesas o personas de sangre real.
Otra visita interesante es en la cocina. Antigua e inmensa, estaba aun provista de todos los artefactos culinarios, que si bien no tenían la cualidad de ser prehistóricos, eran por lo menos antiguos. Me llamó la atención la gigantesca canasta de ensalada que servía para alimentar a 80 monjes. Comprendí por qué había adoptado aquel tamaño cuando estuve enterada de que los fariles nunca probaban carne.
Intensamente satisfecha por esta entrevista, me dirigí junto con los parientes y amigos a la Hostería de “San Bruno”. No pude menos en aquel famoso lugar que probar el delicioso licor de la “Gde. Chartreuse”; pero ya no es más fabricado allí, desde que la avalancha de la montaña destruyó gran parte de su destilería.
Si algunos franceses comprendieran realmente las bellezas que posee su territorio, sentirían un profundo goce y un notable orgullo... Relatar el cuadro que se ofrecía a nosotros, en el camino de la vuelta, sería devolverle un aspecto desabrido, sin frescura y sin color; pues no habría términos a nuestro alcance.
“Grenoble” fue de nuevo, nuestro punto de partida, para dirigirnos esta vez hacia “Lyon”, la importante ciudad bañada por el Saona y el Ródano. Quien visita “Lyon” visita “Notre Dame de Fourvieres”; es otra “María” como la de “Marsella”... que protege bondadosa sus hijos. Se llega a aquella basílica por el funicular. El santuario de “Fourvieres” es una maravillosa construcción; posee un estilo particular y lujoso. Sus puertas principalmente demuestran un trabajo fino y artístico. Sus escaleras son de mármol de Carrara o de mármol verdoso. El interior es rico y abunda el arte escultural. Las voces del coro entonaron la Santa Misa cuando penetré en el magnífico templo.
Al pisar el umbral de la nave me esperaba un grandioso espectáculo: el panorama de la ciudad, que se extiende inmenso a los pies de esta colina; abrazado por dos lenguas de río, el Saona hacia abajo y el Ródano en la parte superior. La brisa soplaba con suavidad y frescura mientras miraba embelezada el cielo, claro y azul que cubría como una bóveda diáfana la ciudad de “Lyon”.
Aquel día se celebraba la fiesta patria, y al volver en sus viejas calles, para regresar al hotel, pude ver con emoción y tristeza, las banderas rojas que pendían de las ventanas y balcones; trataba de distinguir entre ellas un retazo de la querida bandera tricolor, lo encontré pero con dificultad.
Cuando me aprontaba a salir del hotel, oí tumultuosos cantos y vociferaciones... fui hasta corriendo la esquina y distinguí una muchedumbre que desfilaba, llevando carteles y pabellones rojos. Hombres, mujeres y niños, caminaban mostrando el puño. Comprendía que iba a tener lugar una manifestación del partido comunista. El “groom” me explicó que del otro lado, también avanzaban los “croix de feu” ostentando el estandarte tricolor, y que posiblemente estallaría un motín. Inútil de decir que nos escapamos antes de ver producirse el enojo entre los hermanos de este país. Éramos simples turistas que solo veníamos a contemplar sus riquezas y curiosidades.
Seguimos camino hasta “Carare” y “Saint-Symphorieu-en Say”. Cruzamos “Sapalisse”, “Morelius” y al anochecer llegamos a “Nevers”” que nos hospedó para una noche. Aquella tarde el sol se ocultó tras el espeso tul de una nube grisácea y lloviznó sin cesar sobre el cemento lustroso de la ruta.
Seguía lloviendo cuando bajé del hotel, para curiosear esta ciudad. Pasando el monumento a los muertos, llegué a una plaza donde habían instalado una “foire”. Llegaban a mis oídos ruidos sordos y confusos, música y voceríos. Me atardé en esta algazara donde el bullicio alegraba a los habitantes que venían en grupos a concurrir y a festejar a la feria. Aquí veía las calesitas que giraban al son de una música, allá los juegos de puntería y de lotería, acá los quioscos de golosinas, allá los de juguetes, y a medida que caminaba con el gentío, descubría nuevas dimensiones y oía más rumores. Observé que existía en “Nevers” un importante cuartel, al juzgar por la cantidad de “pioupios” que asistían a la feria.
Las ciudades francesas tienen semejanza entre ellas. Parece que todas hubieran surgido en el mismo siglo. Calles macadamizadas, casas parejas y adjuntas con techo de pizarra, ventanas sin balcón, callejuelas meandrosas y estrechísimas.
Al partir temprano para dirigirnos a París, aun no se había repuesto el tiempo y me resigné en mirar por la ventanilla del auto, la campaña francesa, empapada por la humedad, y sus árboles con el color plomizo uniforme, que adoptan cuando el cielo permanece obstinadamente cubierto.
Si existe un verdadero placer para el turista, es ciertamente el de estacionar en las antiguas posadas del camino, para almorzar. No conozco las de otros países, pero las francesas acogen al viajero con perfecta gracia y le hacen probar ante todo, el manjar peculiar de la región donde se encuentra. Existe en ellas un ambiente familiar y encantador como si uno se encontrara en su propia casa. Así sucedió en “Cosue” cuando bajamos para reconfortarnos en la posada de “Tivoli”.
Teresa Lecroq, 1936.

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