martes, 19 de junio de 2007

Recuerdos de viaje (1)


CAPÍTULO 1: TRAVESÍA

Voces, tumultos, despedidas y saludos, sonrisas y apretones de manos amistosos, tales demostraciones sensibles, se efectuaban en el salón de un barco francés, pronto a retirar su ancla.
Tocaba aun la tierra argentina, y aquella ancla fue desentrañada del suelo joven, con una exclamación aguda...
Zarpó el buque mientras los pañuelos se agitaban, mientras llegaba la noche y prendía sus luces la ciudad del Plata, mientras se alejaban los amigos...
La cadencia de aquella masa flotante fue para mi reposo un mecimiento que prestó a los sueños, alas suaves y livianas, llevándonos muy lejos, hasta darles de palpar horizontes nuevos.
Montevideo me mostró se cerro hermoso cuando el día despuntaba sereno. Al bajar por la planchada, oí el tañido de las campanas; era domingo; me encaminé a la Catedral, y en ella encomendé mi travesía al Dueño de los Mares.
La vida de a bordo iba a comenzar, pronta a prorrumpir en diversiones, en alegrías, mezcladas con profundos deleites, en expansiones, procedentes de dulces esperanzas.
La existencia de a bordo es peculiar, distinta de cualquier parte de la tierra. Tiene un encanto desconocido... El mar, que rodea en aquellos momentos nuestra pequeñez, habla y dicierta al corazón, impregnando al alma un sentimiento de grandeza, de soledad, de estupenda infinidad; al ojo que lo mira le dice de cuántos colores está tejido; muchos dicen que el mar es verdoso o azulado, o grisáceo yo digo que el mar tiene infinidad de tonos, a quien sale a buscarlos... Se los da el sol, que tiñe allá lejos el horizonte desnudo.
Las brisas ecuatoriales penetraron una mañana en mi espacioso camarote y me dieron el anuncio de nuestra llegada a Brasil.
El buque besó sus costas, envueltas ese día en una capa de neblina. Retumbó en los aires la estridente sirena, mientras me pesaba entrar en la patria del “sol ardiente” confrontada con un velo de opaca niebla. Pero así como se disipan las penas del corazón, y el llanto de los ojos, así se evaporó la nube gris que envolvía a nuestro navío; y detrás de ella pude contemplar la bahía de “Santos” envuelta en la tibieza de los rayos solares.
Me asomé a la barandilla y vi mercaderes que vendían en sus barquetas movedizas, frutas, cigarros y pañuelos. Más allá una instalación mecánica, se prestaban al transporte de las renombradas bolsas de café... Bajamos a tierra. La “Praia Grande” pululaba de gente. La blanda arena de Santos ofrecía a los veraneantes su suelo fresco, por eso todos venían a recostarse en su lecho y a jugar con su polvo, al ser este año el más frío de aquellas regiones, en tanto que en verano nadie pisa la playa... se quemarían los pies!...
Pasamos la isla “Porchat” y al punto se mostraron inmensos bananales, floreciendo bajo el ardoroso sol. Las aguas desprendían a pedacitos los hilos dorados del astro rey. Rodeaban las aguas rutilantes un cerco de exóticas montañas vigorosas y fértiles, donde reposaba en sus flancos la sagrada ciudad brasileña...
¡Río de Janeiro!... la obra primorosa del Dueño. Completa en nuestra imaginación, la idea que nos hubiéramos hecho del Brasil. “Copacabana”, el “Paö de Azúcar”, el “Cristo del Corcovado” envueltos en las brumas de la mañana, sonreían a los huéspedes extranjeros que venían a admirarlos en la complacencia de una aurora hermosa.
“Querido Río Branco” me mostró el movimiento diario de Río que lo cruza como larga arteria. Mi entusiasmo se propagó con demasiada prontitud, pues observé con amargura la llegada de incierta nubecillas de neblina.
El camino que sube a “Santa Tereza” está cercado de abundante vegetación; su espesura no da entrada al sol y existe en su profundidad intensa humedad, que hace progresar sus bellezas características. Palpitaban en ella numerosas vidas; un mundo interior que florece con la savia de las hojas y el zumo de las hierbas, permaneciendo impasible bajo los dardos del sol. Únicamente se respira quietud, mirando la masa de plantas... y cuánta inquietud reina en aquel interior de lianas, de hojas y de Kallos, que pone una nota de misterio entre los arcanos escondidos del Brasil.
“Río: una ciudad moderna en un caos de montañas... Casas y edificios modernísimos elevan sus blancas fachadas en todo el largo de las “praias”... El calor se adueña de ella... y la vida es insoportable.
Partió el “Campana” con el alma impresa de deleites exóticos, mirando alejarse, a través de una nube voluble, la imagen de piedra del Cristo, que tiende inmenso sus brazos protectores, para guardar la bahía hermosa de “Río de Janeiro...”
En los vapores existe un huésped inoportuno, que viene a turbar con su presencia amarga, la población pasajera; existe, sí, el mareo, y de preferencia le gusta visitarme a mí... Pero felizmente pasa, como pasa una tormenta de verano, brillando nuevamente el cielo radiante.
Las secciones de “cine”, los bailes con el concurso de la orquesta, los juegos del puente, los animados partidos de cartas, solo sirven para dejar pasar las horas, pues el recuerdo con prontitud se esfuma. Mas no olvidaremos las distintas impresiones que resentimos, al mirar el campo inmenso del mar y menos pisando un puerto, y menos pisando un puerto, hasta ahora desconocido para nosotros.
Encontramos la lluvia en la última escala brasileña: “Pernambuco”; el tiempo se mostró toda la tarde mustio y desagradable, la humedad nos helaba los huesos mientras corría nuestros taxi, en dirección a la playa de “Olinda”.
Trataba de recordar las bellezas de la capital del Brasil, al mirar esta ciudad, que no se halla precisamente dotada por la naturaleza de riquezas sublimes. El tiempo devolvía su imagen, menos favorable aun. El original huésped de “Pernambuco” apodado “pece boy” prisionero en un estanque central, no demostró asimismo mucha amabilidad, pues apenas asomaba en el agua, su ancha boca movediza, para saciarse de las hierbas que flotaban en el agua. Este fenómeno, exento de toda cortesía, permaneció obstinadamente inmóvil en el fondo de la bañera y en vista de esta actitud, tomamos el camino de la vuelta.
...Cinco días vagando por el mar... Cinco días sin apercibir Sierra... Solos con el cielo y el agua, mirando desplazarse el horizonte lejano, que guardaba otro mundo en sus entrañas profundas.
Las banderitas francesas colocadas sobre el mapa de nuestro recorrido, iban aumentando, y una de ellas vino a pincharse sobre el puerto africano: “Dakar”.
La diosa Morliuda no me entretuvo mucho tiempo, aquella noche, y me asomé temprano por mi ventanilla ancha. Una pálida claridad flotaba sobre la ciudad Senegalesa, el sol no había despuntado aun y de lejos veía figuras agitarse continuamente sobre el muelle, mientras el buque preparaba sus gruesas barloas, para engancharlas en tierra firme.
Al descender, pensé que colocaba el pie sobre el umbral de Francia; pero, cuán lejos estaba de parecerse a un solo rincón francés, aquella ciudad de negros y de mulatos!... Lo constaté al recorrer sus calles en un viejo fiacre, tirado por dos representantes de la raza caballar, puestos en un triste estado de flaqueza y de miseria.
Carece de árboles, las casas son bajas y blanquecinas, los insectos invaden el aire; entre los habitantes predominan los negros. Nuestro olfato, tal vez un poco delicado, sentíase molesto al cruzar el “barrio negro” donde miserables viviendas están acumuladas en un terreno inculto y dispensado particularmente de limpieza. Bajamos en el “mercado”. Las mujeres visten túnicas de género vistoso, turbantes de llamativos colores, colocados sobre un peinado crespo y dispuestos los mechones, de mil maneras originales, llevan una ancha banda en las espaldas, babuchas de cuero colorado, brazaletes en los brazos y en los pies. Como personas prácticas que son, llevan al hijito sobre sus espaldas, sostenido por aquella banda.
Penetramos en el silencioso recinto de la Catedral, donde rezaban unas negras. Observé el estilo de aquella iglesia que me pareció carecer totalmente de belleza. El color de su piedra es morado, tirando al tono de tierra, con reborde dorado.
Salimos de la ciudad en busca de aire!... reinaba en Dakar intenso calor. Tomamos el camino de la “Coruiche”. Observé en aquella región costera la variedad de pájaros que revoloteaban en torno nuestro; fue lo que más agradó mis ojos en la escala negra... En el suelo, unos lagartos se desfilaban ligerísimos por entre las piedras... me acuerdo siempre de uno ostentando el cuerpo azulado y la cabeza amarillenta.
El ser distraída es un defecto que tomó en mí mucho incremento, pues al subir a bordo con el propósito de seguir viaje a Francia, observé que el barco había sufrido rápidas transformaciones... me di cuenta que me hallaba sobre el “Kerguelen” vecino nuestro de dique.
La marcha de nuestro vehículo marítimo atrajo la brisa fresca y suavizadora. Penetramos en el vasto Mediterráneo que desune dos continentes... La mirada pura del cielo nos permitió ver las cotas españolas al través de la diafanidad del aire costero. El mar adoptó la tonalidad de una agua-marina... se vistió el firmamento de un ropaje azulado, como hasta entonces no se había ceñido... me expliqué este fenómeno al pensar que caminábamos hacia la famosa “Costa Azul”...
¡Barcelona!... acostamos ante el panorama hermoso de la gran ciudad española. Pronto estuvieron listos dos autos excursionistas. En uno de ellos me hallaba yo, con el alma radiante. La mayoría de los monumentos de Barcelona fueron ojeados por este grupo de turistas que recorría sus anchas calles, bajo la luminosidad esplendorosa del sol.
La Basílica de la “Santa Familia”, la “Generalitá de Catalunya”, el “Palacio de los Archivos de la Corona de Aragón”, el “Claustro de la Catedral”, la “Exposición” fueron nuestra escala en la populosa villa de España. En cada una de ellas comprendí que era ésta de un gran valor histórico.
Inútilmente tentaría de describir las riquezas de estos grandiosos monumentos, porque perderían su valor artístico y legendario. Queden ellos guardando el misterio de sus magníficas construcciones, existiendo una sola manera de impresionar al turista, al venir él mismo a palpar sus bellezas.
Barcelona nos despidió al mediodía, mientras se alejaba de nosotros el ruido de sus avenidas y la figura moderna de su panorama.
El viaje tocaba a su término... Una noche más a bordo, y ya pisaba tierra firme, sintiéndome en la patria de mis padres... otra patria para mí...
Antes de contemplar el gran puerto cosmopolita, apercibimos la colina que abriga el renombrado santuario de “Notre Dame de la Garde”. Ante todo la vemos a “ella”, que vela por sus hijos marinos...
La viejísima ciudad francesa nos esperaba... pues ella guardaba nuestros parientes.
Sin embargo, me apenaba un tanto llegar... pues aquello quería decir: dejar el “Campana” que había sido tan amable de conducirnos hasta el viejo continente, y abandonar la deliciosa existencia desarrolladora de su corta estancia.
Teresa Lecroq, 1936.

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