sábado, 14 de julio de 2007

Recuerdos de viaje (12)

CAPÍTULO 12: UNA CORTA PARADA EN SUIZA

Penetramos por segunda vez en la Provenza típica y hermosa para tomar el camino que nos conduciría al Norte.
En la encantadora ciudad de “Avignon”, bajamos cuando se aproximaba mediodía, bajo ese cálido sol meridional que los poetas cantaron con acentos tan entusiastas.
Con ese mismo entusiasmo fuimos a dar una vuelta por sus calles retorcidas con el fin de conocerla, y me pareció a primera vista atrayente y simpática. Está rodeada de amplias y viejas murallas que tienen 5 siglos de existencia y que aun se conservan como monumentos del pasado.
Llegamos cerca del inmenso “palacio de los Papas” cuyo exterior gótico se eleva a una buena altura, construido con piedras gigantescas que parecen ser indestructibles, mostrando sus armoniosas líneas de palacio, con magnificencia y grandeza; es la alhaja de Avignon, que todos los turistas vienen a admirar.
Queríamos penetrar en su interior pero nos faltaba el tiempo; teníamos que llegar a “Grenoble” para la noche. Una parte de aquel edificio ha sido restaurado de acuerdo con un antiguo plan, ese pedazo donde se elevan dos torrecillas blancas que contrastan vivamente con el color polvoriento del edificio antiguo.
Más vieja es aun la iglesia donde entramos; data del siglo XIII y muestra en su interior húmedo y derruido, viejas estatuas de piedra, mutiladas por el tiempo y obscurecidas por el polvo negro y espeso de su capilla abandonada. Reinaba allí una atmósfera de sepulcro y corría un aire helado; a un lado apercibimos la tumba del Papa Benedicto XII, cuyo cuerpo de piedra descansa sobre un enorme ataúd. Saliendo del ambiente severo de aquella iglesia secular, llegamos al “Jardín du Dous” una pintoresca plaza elevada, toda bañada de luz, donde contemplamos sobre distintas fases la ciudad de Avignon.
A un lado se divisaba la antigua ciudad de “Villeneuve”, más cerca del famoso “puente de Avignon” y el Ródano se desliza debajo, formando dos grandes brazos de agua. A lo lejos se eleva la torre y el castillo de Philippe Le Bel, y alrededor se extienden los tejados de pizarra, dispersados en derredor de las angostas calles, y brillantes todos a la luz del sol.
El antiguo puente tan popularizado en esa vieja canción “Sous le pont’ d’Avignon
Ou y danse, ou y danse...”
se halla derruido en una de sus extremidades de modo que los vehículos no pueden cruzarlo. Una de sus arcadas quedó intacta extendiéndose armoniosa sobre el río, la otra quedó herida por la guerra y ya no reposa sobre la orilla; aquella ciudad muestra con orgullo esa reliquia siendo la curiosidad de los turistas. Además este famoso puente mutilado tiene algo que lo caracteriza y que ningún otro posee: es una pequeña capilla construida a un lado y a mitad de camino; pro hoy día es una pieza vacía, contada entre los monumentos históricos de Avignon.
Después de correr un buen trecho llegamos a la ciudad de Montélimard, donde nos bajamos para saborear los renombrados y exquisitos “Nougats”.
A medida que cruzábamos aquellas bellas regiones, el sol iba descendiendo en el cielo y ya había desaparecido por completo cuando apercibimos las luces de “Grenoble”.
Mientas nos alejábamos de la Costa Azul disminuía el calor y comenzábamos a sentir el frío. Una intensa humedad bajó sobre las calles de “Grenoble” y no quisimos permanecer afuera donde mirábamos el movimiento nocturno de sus avenidas.
“Grenoble” es la simpática ciudad ubicada maravillosamente cerca de los Alpes, que la rodean sin acercarse demasiado a ella, donde se practican en invierno los “sports” de la nieve y en verano constituye un animado centro desde donde parten los autos, para visitar, sin cansarse de ellos, los hermosos lugares que la circundan.
Antes de penetrar en las provincias del Este, decidimos encontrarnos con unos jóvenes amigos en “Ginebra”
¡Qué alegría de visitar la hermosa Suiza, que yo imaginaba tan pintoresca y suave, siempre rodeada de montes irregulares y nevados, iluminados por la esplendoroso luz de un sol siempre brillante! Mientras arrancábamos camino a Ginebra, observé con indecible pena que el cielo se cubría de inciertas nubes grisáceas, que se amontonaban para volcar una lluvia fría y persistente. La naturaleza que nos rodeaba había perdido su brillo cuando cruzamos “Aix-les-bains” un lugar encantador y bellísimo, que creció al pie de los Alpes, cubriéndose con un manto níveo en invierno y mostrando su risueña fisonomía en la época más cálida. Pero aquel día su semblante se mostraba tristón y habíase propuesto de recoger el agua del cielo, mientras sus lagos acrecentaban su caudal con ruido monótono y los árboles del camino, gemían suavemente, llevados a uno y otro lado por el viento húmedo.
Al contemplar aquella región que debía ser tan bella en día de sol, mis pensamientos volaban hacia el poeta Lamartine, cuyos más hermosos versos habían sido inspirados por la visión tan pintoresca del “lago du Bourget” que se extiende a pocos pasos de “Aix” y que yo lamentaba con aflicción profunda de no entreverlo, sino tras un velo de bruma y bajo un cielo de plomo.
Ni un rinconcito del firmamento se había esclarecido y aquel lago tranquilo, donde se refleja débilmente la silueta de los abetos, me pareció plácido y melancólico, como llorando al porta que le dio una gloria, cerca de su margen humedecida.
Llegamos a “Annecy” una pequeña ciudad alpínica más cercana de las grandes altitudes, impregnada también, de todas las tonalidades del gris.
Seguimos la hermosa ruta pasando por “Saint Julien-Rouge”, la última etapa de los Alpes Franceses, y por fin, después de efectuar los trámites en la frontera franco-suiza, llegamos a los alrededores de “Genĕne”.
¡Cuán pintoresca y atrayente es Ginebra! Construida sobre el hermoso lago “Lemán”, que atravesamos por anchos puentes arqueados, sobre el cual nadan plácidamente cisnes blancos y majestuosos. Al entrar el el cuarto del “Grand Hotel des Bergues” me dirigí de inmediato a la ventana y pude contemplar sus amplias calles y avenidas, el movimiento de los autos sobre los puentes que la cruzan, la limpidez y quietud del lago, que reflejaba en aquel momento la pálida luz del cielo, sus viejas casas y sus tiendas modernas: “Le Printempo de París”, “Uniprix”... pero desgraciadamente todo eso lo veía a través de una cortina de lluvia fina que cubría como un denso velo el panorama de Ginebra.
Al bajar, experimentamos indistintamente el deseo de comer los ricos y famosos chocolates suizos: Nestlé, Tobler y Keller; es la primera compra que todo buen turista ha de hacer cuando llega a Suiza... ¡y cuán deliciosos eran...!, ¡por solo el hecho de comerlos en Suiza parecen más sabrosos...!
Esa misma noche llegaron unos amigos de “Saö Paulo” y todos juntos proyectamos hacer un paseo por el interior del país. Esperando que llegue la hora de acostarnos fuimos caminando hasta la “Brasserie” de Baviera, un concurrido lugar de Ginebra, pues allí suelen reunirse con mucha frecuencia los grandes políticos de la Sociedad de las Naciones.
¿Cómo amanecería el tiempo...? Gracias a Dios las nubes se habían despejado levemente y el sol se dignaba sonreírnos, y cuando estábamos prontos para emprender camino su luz inundaba la ciudad y las últimas nubecillas se iban esfumando en el horizonte...
Comenzamos por dar la vuela del magnífico lago “Lemán” subiendo una ruta que trepa la montaña y mientras ascendíamos, el panorama suizo se descubría con hermosura mostrándonos la serenidad y placidez de aquellas aguas quietas, sobre las cuales iban deslizándose a flor de agua una velas blancas y luminosas. El día se aclaraba y el verdadero color de la naturaleza iba destacándose claramente a medida que un reflujo de luz invadía los montes.
Contorneando el lago hasta un cierto punto, llegamos a “Bulle”. Con la claridad del día las montañas parecían más enhiestas y verdosas, las aguas más transparentes...
¡Con qué gusto corrían la “Ford” y la “Chevrolet” de nuestros amigos, sobre aquellas rutas hermosas y empinadas rodeadas de suaves paisajes donde se respiraba la placidez de las campiñas bordeadas de una capa de florecillas multicolores, con fresco olor a campo...
Entramos en la mundana ciudad de “Vevey” y al salir dejamos el camino costero para internarnos en la “Corniche” que nos lleva al interior.
Todo en Suiza el sanidad y limpieza. El panorama tiene algo de singular que no se encuentra en otros países... El verdor de aquellas praderas que se extiende muy lejos cubriendo las colinas y los montes, es más luminoso y suave; unos puntos blancos van diseminándose por doquier: es el ganado que pasta en sus campos.
El típico estilo de las casitas suizas va complementando la armonía del paisaje y los techos rojizos perdidos en medio de esas praderas hacen pensar en estampas de chicos, grabadas en libros infantiles...
Todo aquello da una impresión de alegría y serenidad. Las plantaciones van formando dibujos geométricos sobre la tierra fértil de aquellos lugares, y el paisano va cultivándolas con amor y orgullo, y siempre en el pastito fresco van apareciendo botones de oro, florecillas de todos los colores que tapizan el césped.
Abandonamos esa región deliciosa para penetrar en unas tierras más montañosas que recuerdan el aspecto imponente de los Pirineos franceses donde las cuestas van cubriéndose de bosques de pinos y la vegetación se hace más espesa y obscura. Después de almorzar en una alegre posada construida sobre el borde de la ruta, resolvimos ir hasta “Broc” para visitar la famosa fábrica de esos chocolates que hacen la delicia de los turistas (todas las marcas son elaboradas bajo la razón social de “Nestlé”).
Al vernos llegar el director (o visitador) de aquella grandiosa fábrica, nos acogió muy amablemente, encantado de que el Brasil y la Argentina, vinieran a visitarla. Se apresuró a mostrarnos las espaciosas salas donde se elevan enormes máquinas que funcionan continuamente copn un ruido sordo, y nos explicó el mecanismo de ellas, empezando por las que pisan las avellanas, las que introducen el cacao, las que remueven sin cesar la pasta blanda y espesa del chocolate, hasta las que cortan, moldean, empaquetan a los bombones, para ser luego encartonados, colocados en cajones y preparados para ser expedidos.
En cada salón donde había distinta serie de elaboración, probábamos un chocolate... si hubiera habido más salas terminamos por tener una reverenda indigestión... Esto estuvo a punto de suceder, pues al salir nos ofrecieron aun más muestras de cada marca, que fuimos saboreando durante el camino, mirando al mismo tiempo las vaquitas de los campos que dan una leche tan rica con la cual se fabrican tan exquisitos chocolatines.
Salimos encantados de “Broc” y seguimos la ruta que nos llevó al encantador pueblito de “Gruyere”, cerca del cual, en una humilde granja, preparan los célebres quesos, de renombre universal.
Pero antes de hablar de los quesos, visitaremos esa deliciosa aldea muy vieja y muy típica, formada por casas limpias y antiguas, datando algunas del siglo XIII y XIV. En aquellas callejuelas de piedras se sentía la limpieza que caracteriza siempre a los habitantes de Suiza y para embellecer aun el cuadro pobre y antiguo de ese pueblito, las ventanas y balcones, estaban cubiertos por malvones de distintos colores.
En medio de la calle hay una gran fuente donde los habitantes vienen a buscar el agua. En el fondo, sobre un viejo frontón, han colocado un Cristo en cruz y de cada lado, las estatuas antiguas de la Dolorosa y de San Juan, se hallan postradas al pie de Jesús.
Nada más notable en ese cuadro religioso, colocado allí, donde la gente se reunía, que exprese más el sentimiento religioso de los habitantes de aquella época. A mi parecer vivían todos como una familia, obrando bajo la mirada de aquella cruz.
A pocos pasos se eleva el castillo de “Gruyere” que parece más antiguo aun al entrar en sus salones húmedos y obscuros donde se sentía un olor a cosas viejas y polvorientas. Tiene una gran sala de armas, una vasta cocina, una torre, cubierta en su parte exterior por una capa de madreselvas, un cuarto de dormir donde divisamos una vieja cama esculpida, un cofre antiguo y una chimenea de enormes dimensiones.
En otra sala estaban expuestos los instrumentos de suplicio de los prisioneros, que consistían en gruesas piedras de 50 Kg. que se les pendía del cuello para ahorcarlos...
Salimos de aquella mansión feudal para despedirnos de Gruyere y tomar el camino de regreso a Ginebra.
Pasando frente a la granja de los famosos quesos, bajamos para visitar su sótano donde se conserva el queso en fermentación durante 5 años!
Empezaba a decaer el día. Aun se divisaban los “dents du Midi”, hermoso pico donde la nieve formaba manchas blanquecinas que iban tomando un tiente rosado a medida que el sol bajaba. Las nubes se teñían de un color más vivo, mientras las aguas del lago se tornaban violáceas. Aquel dulce paisaje desapareció al entrar en dos grandes ciudades de “Vevey” y “Mondrux” que miran sus luces, reflejarse en el lago “Lemán”.
Después de cenar en el restaurante “Lausanois” emprendimos de inmediato el regreso, pues aun nos faltaba para alcanzar Ginebra, 60 Km.
El camino para llegar a la gran ciudad suiza es particularmente hermoso, en el sentido de que es ancho, liso, y en todo su largo es iluminado por reflectores de lumbre amarillenta, dando así la impresión de la luz del día. En cuanto al paisaje no pude entreverlo sino tras un denso velo obscuro, y deseaba profundamente en aquellas horas que surgiera el sol para contemplar las bellezas, ocultas por la noche.
En Ginebra cuando en día es hermoso, sus habitantes tiene la dicha de apercibir el pico Monte Blanco, pero en aquellos días, las nubes que rodeaban su cima, nos impidieron verlo.
Uno de los espectáculos más dulces y hermosos que he contemplado en mi vida, fue ciertamente aquel cuadro que entreví desde mi ventana cuando surgió en el cielo un inmenso arco iris que atravesaba como una gran arcada luminosa, las aguas transparentes del lago... Los siete colores obtenidos por la descomposición de la luz solar, aparecieron tan nítidos y claros en la bóveda celeste, que me quedé pasmada, mirando el sublime fenómeno que se abrió detrás de las gotas de lluvia, finas e invisibles, que caían silenciosamente, humedeciendo las calles.
Esperando a que llegase la “Ford” a la entrada del Grand Hotel des Bergues, tuve la alegría de oír hablar el español por unos argentinos. Supe que había bajado al hotel el ministro de relaciones exteriores de Buenos Aires, Saavedra Lamas, y me expliqué en seguida por qué oía por todas partes, el dulce sonido de la lengua castellana...
¿Qué pronto partíamos de Ginebra! Los cisnes blancos, tan níveos como la meta del famoso “Monte Blanco” bogaban suavemente sobre la superficie del lago, y por última vez los miré, pareciéndome más serenos y hermosos, en medio de la tranquilidad del agua.
Nos internamos nuevamente en el territorio francés, tomando un camino elevado que lleva al “col les Faucilles”, y mientras subíamos la montaña, el frío se hacía sentir con violencia.
Teresa Lecroq, 1936.

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