viernes, 13 de julio de 2007

Recuerdos de viaje (11)

CAPÍTULO 11: EN VOGA POR LA COSTA AZUL

Las tardes pasadas en la luminosa costa del Mediterráneo, en las cuales soplaba continuamente una ligera brisa que traía la frescura del mar y el yodo de sus aguas, se deslizaron pacíficas y tranquilas, llenas de sol y de ruido, ese ruido de las playas, que viene de las olas, de los autos que pasan velozmente sobre la ancha avenida costera, de los árboles que bordean la vereda de la rambla, como un murmullo de hojas que pos instantes se calla, escuchando el rozamiento de alas, allá arriba en el cielo radiante y azul.
Raras veces el Mediterráneo cambia de color, es casi siempre un azul verdoso, con aguas transparentes, suavemente ondeadas por el cálido viento del Sur. El panorama de la Costa Azul es indescriptible, y con gusto me asomaba yo a la ventanilla aerodinámica del coche para mirar desde lo alto de la “Corniche” la bahía ancha y azulada del mar, cuyas olas estallaban contra unos peñascos enormes, transformándose en blanquísima espuma que brillaba al sol y luego se confundía con el agua que movía sin cesar su flanco.
Un barquito a vela aparecía a lo lejos, cuya silueta nítida y recortada en el horizonte, bogaba despacio y serenamente sobre la superficie del agua. Todo el aire puro de aquella costa llenaba el espacio. El camino costero está sembrado de “villas”, de “chalets” que miraban desde una altura la majestuosa capa del mar. Parecen dormitar sosegadamente al sol, mecidos por el canto lento y repetido de las aguas.
La vegetación es verdosa y sembrada de manchas coloridas, lila, amarillas, rosadas, azules, blancas, que se agrupan alrededor de las casas para formar los maravillosos jardines que son el encanto de la Costa Azul.
La ruta a la “Moyenne Corniche” es una hermosa avenida, abierta en la montaña, que costea fosas profundas cubiertas de vegetación. Es una de las más hermosas que hayamos recorrido, al dirigirnos una tarde hacia “Montecarlo”.
Al entrar en aquellas bonitas ciudades de Mónaco y Montecarlo, los habitantes parecían disfrutar alegremente del verano. Por todas partes había gente, y reinaba gran animación (la gente es muy alegre allí porque ese país no tiene la obligación de pagar impuestos...). El majestuoso edificio del Casino domina la ciudad balnearia y al mirarlo pensé cuántas vidas habían fracasado adentro “los habitué”, en sus suntuosas salas, sobre el tapete verde.
Emprendimos la vuelta por la “Grande Corniche” que cruza la parte más alta de los Alpes Marítimos, pasando por “Beau Soleil” y la “Turbie”. En aquellos instantes el sol del crepúsculo, teñía las casas de un color rojizo, mientras el aires se hacía más fresco, la vegetación más sombría y la ruta más grisácea. El mar recibía un halón de luz enrojecida y a medida que los minutos pasaban, aquel espectáculo se hacía más suave, el sol penetraba en el mar, incendiando una o dos nubes que flotaban en el aire y que palidecían suavemente hasta tomar un tinte violáceo y confundirse con las tinieblas que invadían el mar.
“Grasse” se eleva sobre una colina y al subir el ancho camino que la contornea, su aspecto me recordaba los años de infancia, durante los cuales vine a pasar una temporada, en ese viejo hotel, que aun está intacto, mirando fijamente el lado del mar.
Abundan las flores en los alrededores de “Grasse” y sus parajes sombreados no cambiaron mucho, si no es por la construcción de nuevos chalets que la hacen más pintoresca.
Después de cruzar regiones onduladas en las cuales están “Vence” y “Saint Paul” entramos en aquel pueblo de los Alpes Marítimos para curiosear su aspecto y reconocer en él los lugares que nos fueron familiares. Entramos en la famosa confitería de “Joseph Nègre” para visitar su fábrica y sus hornos que datan de 100 años, donde presenciamos la elaboración de sus bombones fabricados con esencias de flores y de frutas.
Al regresar, después de haber pasado la tarde en ese bello rincón costero donde la agitación del verano se hacía sentir del mismo modo que en Niza, nos lanzamos por el camino bajo que festonea el mar. La “Ford” se entusiasmaba en su paseo, al contemplar delante de ella una hermosa ruta de macadam y corría apresuradamente devorando el espacio y bebiendo los obstáculos, como queriendo abarcar de un solo golpe aquel panorama del mar que extendía suavemente sus olas azules, sobre la orilla de la playa pedregosa.
Aquella noche, mientras el mundo de los veraneantes se agitaba en torno a la “Yetée Promenade” y se dejaba ir a la complacencia de un paseo sobre la avenida iluminada cruzada a lo largo por una fila de exóticas palmeras, yo me encaminaba tranquilamente al cine, esperando que el sueño me visitara. Tardó mucho en venir porque esa noche me quedé largo tiempo con el hermoso recuerdo de la película que me trajo la visión de aquellas tierras que acababa de contemplar, en el territorio de la Provenza; los mismos rincones soleados y alegres que me habían deleitado, presentaron un drama en una pequeña granja y me pareció que había visto muchas así, en el borde la la ruta, donde los campos son totalmente aprovechados, todos sembrados y cálidos. La vida “arlesienne” volvió a presentarse tal como me lo figuraba y como lo había leído en los cuentos de “Alphonse Daudet” y de Mistral.
El día se mostraba espléndido aquella tarde y no tardamos en emprender camino esta vez hacia “Saint Jean de Cap-Ferrat”, una pintoresca punta de tierra que entra en el mar, sembrada de lozana vegetación que esconde en su tupido follaje, modernas casitas de techos rojos, sobre los cuales revoloteaban algunas gaviotas, que después de extender un círculo invisible con sus alas, van a perderse del lado del mar, allá donde la brisa más fresca les da más fuerza para volar.
El tono verdoso de la vegetación establecía un dulce contraste con el reflejo azul del agua que venía a besar la orilla, y el sol de verano iluminaba densamente aquella pequeña península que rompía la regularidad de la costa, como queriendo internarse más en aquel mar hermoso y luciente.
Esa tarde, la volver de Saint Jean de Cap-Ferrat quisimos pasar por Cimiez donde habíamos veraneado en otros viajes, y esta visita en aquel pueblo cercano de Niza, acumuló en mi mente una serie de pensamientos dulces, pues recordaba en él los alegres momentos pasados en mi infancia.
Lo que más admiré en el paseo de aquella tarde fue el antiquísimo pueblito “d’Eze” que se eleva sobre una colina y que domina las cuestas marinas y las anchas “Corniches” que contornean la montaña como inmensas serpientes deslizándose a lo largo de la cadena alpínica.
No he visto población más vieja ni más mística que ese grupo de casuchas hechas de piedra, unidas unas contra otras a distinta altura del terreno, a las cuales se llega por unas largas escaleras de piedras, grises y usadas, encerradas en angostas callejuelas que reciben difícilmente la luz del sol y que la humedad y la acción del tiempo han ennegrecido.
Amaneció otro día hermoso, y sentimos no emprender otro paseo: teníamos que preparar nuestras maletas para el viaje a Alsacia.
Terminamos nuestra corta estada en “Niza” yendo a nuestros lugares privilegiados: en la ancha acera de la “Promenade des Anglais”, en el “Palais de la Mediterrannée”, en la Capillita del Sagrado Corazón y cuando estaba parada tocó a su fin, la “Pelirroja” no queriendo aun dejar la “Costa Azul”, siguió el camino que bordea el mar para dirigirse a Marsella.
Era la primera vez que cruzaba “Nice-Marseille” por el camino de la rambla y aquellos lugares me parecieron hermosos, pro plácidamente tranquilos donde la línea del mar nos seguía continuamente, ofreciéndonos la suavidad de su brisa y el murmullo de sus aguas azules.
El auto frenó en el alegre rincón de la “Cavalierè” donde nos quedamos para almorzar.
El verano iba desapareciendo poco a poco y las playas se volvían desiertas; los tumultos de la gente veraniega era reemplazado por la paz serena de las playas y ahora se oía solamente el vaivén de las aguas sobre la arena tostada.
De nuevo entrábamos en la vieja e histórica ciudad de Marsella, pero no aun para embarcarnos... todavía nos faltaba recorres esa parte del Norte de Francia tan hermosa e interesante, donde se extiende la Lorena y la Alsacia, envueltas aun en sus dolorosos recuerdos de la guerra de 1914...
De buenas a primeras y sin que lo sospecháramos aparecieron delante de nuestra puerta, dos grandes autos con sus respectivos “chauffeurs”, empaquetados en sus brillantes uniformes reglamentarios... Estos mensajeros pulcramente uniformados llegaron de improviso enviados por la familia Medda, nuestros amigos de Génova... (argentinos, pero temporalmente instalados en el espléndido castillo de “CARRARA”).
Estos “chauffeurs” tenían la misión de venir a buscarnos para ir con nuestros amigos a recorrer Italia. Grande fue nuestra sorpresa... pero, como quien dice: “agarramos viaje” en seguida (teniendo nuestras maletas listas para ir hacia Suiza...).
(“Carrara” era ya conocida por tener este lugar espléndidos mármoles).
Esta enorme mansión contaba con 6 habitaciones y, dicho sea de paso, con un gran salón principal (que según comentaban mis amigas Annettina, Nélida y Graciela), al bailar durante una fiesta, dando solamente una sola vuelta en el susodicho recinto,... se terminaba de tocar el disco... Una vez instaladas en las amplias de dormir, y, (delicadeza de nuestros amigos) abrimos un placard y el él encontramos una hermosa caja de bombones... En cuento a la ropa que dejábamos a la noche sobre algún sillón, aparecía al día siguiente bien dobladita y planchadita... Una mañana, al querer reunirme con los que ya tomaban el desayudo, me perdí completamente por las escaleras y pasillos, hasta encontrarme a duras penas, por fin, con el deseado recinto, servido “a lo príncipe...”
Con una sonrisa me acordé de repente que habiendo estado un hermano mío el año anterior en esta mansión, se había jactado de que había dormido un noche en la cama de “Garibaldi”!
En el comedor, servían los almuerzos y cenas con una pulcritud y elegancias poco comunes... un mozo portugués con guantes blancos servía la mesa... con parcimonia. Referente al aspecto y servicio de la mesa, me sorprendió sobremanera el original arreglo de la mesa antedicha... antes de embarcarnos para el circuito que nos llevaría a “Venecia...”
En el comedor una espléndida mesa “plateada” que relucía bajo los globos de luz. Habían tenido la idea de colocar a modo de hotel, unas filas interminables de chocolatines envuelto en papel plateado, como motivo decorativo y original, sobre los cuales “reposaban” los platos y cubiertos... ¡Qué delicia para los ojos del goloso...! y... ¡qué detalle original...!
Al día siguiente rumbeamos hacia el Norte, pasando por Milán, Padova (en la catedral de San Antonio de Pádua, conservan aun la lengua del mismo, gran predicador y uno de los santos más populares...) luego cruzamos Brescia, Bérgamo, para llegar a la pintoresca Venecia... con sus canales y riachos tranquilos por donde iban y venían las góndolas... Nos alojamos en el Hotel “Royal Daniela” (para tomar u merecido descanso...). Cuando cenábamos, me acuerdo de un pequeño episodio sucedido en el trato con el mozo: hablándole castellano no podía hacerle entender que yo quería degustar simplemente unos “tallarines” (dado que en ese país las pastas eran tan renombradas). El mozo no me entendía y yo, hacía grandes gestos para explicarle mi deseo... De repente me acordé de una frase que a veces repetía por mis adentros: “Mange le macarronis que te fa bene! y... se terminó el malentendido...
Al día siguiente optamos por ir a la famosa catedral de San Marcos, emplazada (valga la redundancia) en una gran plaza “plagada” de palomas... ¡qué espectáculo más hermoso...! En esa espléndida iglesia oímos nuestra misa dominical, lamenté no haber podido entender las palabras del celebrante, pues, el “italiano” era para mí un desconcierto no conocerlo...
De allí decidimos visitar el “Palacio de los Duches”. Allí sucedió un pequeño episodio que nos hizo reír... habiendo olvidado en ese Museo un paraguas, mi hermano Alberto, lamentó su pérdida y... ni corto ni perezoso el señor Medda se ofreció para ir a buscarlo. pero... en lugar del paraguas se vino con una valija...
Mi amiga y yo decidimos dar un paseo en góndola, al pasar por debajo del “puente de los suspiros” recibimos (ella sobre la cabeza y yo sobre el hombro) una cáscara de pepino... (Habíamos pegado también un “suspiro” debajo del famoso puente. Veíamos a menudo un apuesto joven que paseaba todo orondo en góndola... por lo que lo apodamos las dos: “el duque en decadencia...” A la noche, después de haber comprado unos “souvenirs” de Venecia, nuestros amigos nos invitaron a conocer “El Sido”, un gran restaurante y confitería, situado en una pequeña isla, a la que se podía acceder solamente en tranvía. (Me causó gracia cuando una de mis amigas exclama regocijada: ¡Qué lindo! es la primera vez que viajo en tranvía...
La familia Medda propuso a mis padres de seguir viaje hasta Roma, pero mi padre se opuso por la sencilla razón de que este amigo no le dejaba desembolsar nada y mi papá no quería abusar de tanta gentileza... por consiguiente, rumbeamos nuevamente hasta la Costa Azul.
En el viaje de regreso, mi amiga Nélida y yo, nos sentamos al lado del chauffeur y no me acuerdo haber charlado tanto como en ese viaje de regreso: nuestras vacaciones en “Alta Gracia”, nuestros bailes en su casa de Figueroa Alcorta, nuestros paseos a caballo... en fin, no sé cuál de las dos habló más...
Llegamos a Niza, contentos e haber recorrido la belle Italia...
Teresa Lecroq, 1936.

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