martes, 10 de julio de 2007

Recuerdos de viaje (10)

CAPÍTULO 10: PROSIGUIENDO VIAJE

En los pobrísimos establecimientos de “Bronstet” a 2 Kms. de “Villeneuve-Marsant”, almorzamos con nuestros amigos de Bellevue y después de reconfortarnos con la fresca y exquisita cocina de aquella granja, tomamos la ruta nacional que lleva a Burdeos.
Por 2ª vez entrábamos en la ciudad de Gironda, cuando ya palidecían los rayos solares y las sombras de los árboles del camino, se hacían más amplias.
La mañana llegó pronto y nos decidimos a visitar al Sr. Calvet, el gran importador de los vinos, del “Médoc”, quien nos acogió amablemente aconsejándonos de ir a ver “Carcassonne” una de las viejas ciudades de Francia.
Después de las horas cálidas de la tarde, cuando el ambiente se hace más liviano, fuimos de paseo hasta la ruta de Saint Médard y nos paramos para curiosear el hermoso jardín público, adornado con tapices de césped bien cortadito, donde una cantidad numerosa de jóvenes se libraban al ciclismo. Los árboles frescos y lozanos se hallaban cubiertos de florecillas que el viendo esparcía en las avenidas del jardín; era la hora más linda para quedarse y no teníamos ningunas ganas de regresar al hotel.
Al salir de Burdeos a la mañana siguiente, cruzamos los inmensos campos de viñedos que son la riqueza de esas regiones llanas y ya el sol pegaba de lleno cuando nos acercamos a “Savardac”.
Entre las casas blancas diseminadas entre los prados, que son granjas espaciosas y tranquilas, apercibimos la casa de nuestros amigos, que nos esperaban para almorzar.
“Le Bâtiment” nos recibió con la amabilidad que les es acostumbrada. Es una casa viejísima transformada en parte en una granja, donde crían los animales domésticos y donde elaboran el vino, cuyas sabrosas uvas son tan abundantes, en esas campiñas casi siempre soleadas.
Por el camino de tierra y sobre el pasto verdoso, corrían gallinitas blancas y rojizas y varios perros ladraban cuando descendimos del auto.
Durante el almuerzo, nuestros conocidos rememoraban sus años pasados en Buenos Aires y nosotros contábamos nuestro recorrido a través del hermoso territorio francés.
Tuvimos que salir temprano de Savardac para poder llegar antes de la noche a “Toulouse”.
Por ser aquel día domingo, fuimos a oír misa en la iglesia de Saint Sernin, la más importante de Toulouse. Lo que me llamó la atención en aquel lugar, instalado en la plaza de la catedral fue el “mercado de pulgas” (“le marché aux puces”).
En esa singular e inmensa tienda, puesta al aire libre, se venden objetos usados y viejísimos, y numerosas tiendas de vestir, reducidas a su más miserable expresión: zapatos, agujas, dedales, sombreros, utensilios, platos, valijas, et. etc. Mientras contemplaba esta exposición de mercaderías usadas, se acercó una paisanita y compró un par de zapatos para su chicuelo de 10 años, por 1 franco con 50...!
La chapa de nuestro auto parece haber ejercido una gran sensación en los habitantes de Francia, pues al ver la placa de “Buenos Aires” cada uno decía una palabra o se le ocurría algún comentario, como si hubiésemos venido de las regiones polares. Algunos nos decían al pasar palabras en español y otros, creyendo sin duda que esta ciudad se encontraba en los Estados Unidos, nos hablaban en inglés...
Todas las cosas de Toulouse son de color rosado, y esto se explica porque las tierras de aquellas regiones, es de un tono coral, rojizo; nada pues de extraño cuando llaman a esta ciudad: “la ville rose” (la ciudad rosa).
Para el turista esta ciudad no resulta muy interesante, según la opinión de un “toulousin”. Sin embargo posee tres grandes jardines públicos que son maravillosamente entretenidos. Los más lindos son el “Grand Rond” y el “Jardin Royal”. Además tiene un establecimiento moderno, con pileta de natación para verano e invierno, una gran sala de baile y un inmenso jardín que ocupa mucho terreno; es todo lo que uno puede ver en “Toulouse”, donde reinaba poca animación, por ser época de vacaciones.
Al salir nos dirigimos hacia “Castelnandary” la ciudad del “casonlet” (un plato especial de esa región que me pareció exquisito...) y luego tomamos la ruta a “Carcassonne”.
El camino nacional es un verdadero autoestrada, todo bordeado de corpulentos árboles que entretocan sus ramas, formando una bóveda gótica encima de nuestras cabezas. Este lazo cimentado tiene anchos recodos y al hacerse más amplio el camino, se extiende más importante y los árboles ya no se rozan, dejando ver la capa azulada del cielo.
Llegados frente al pueblo de “Carcassonne” preguntamos por la “Cité” la primitiva y secular ciudad, rodeada de amplios murallones.
Por todas partes se respiraba lo viejo, en aquella arcaica ciudad que conserva aun sus torres en forma de cono, cuyas piedras molidas tienen un color amarillento, sus ventanas estrechas y largadas por donde los soldados lanzaban antaño sus proyectiles, y sus casitas apretadas unas contra otras sin balcones y levantadas con piedras irregulares.
“Carcassonne” es un verdadero fuerte, surcado al interior por callejuelas retorcidas y provistas de grandes escalones de piedra.
Entramos en su vieja iglesia. El padre estaba celebrando la bendición. Pasaba en ese ambiente tranquilo una ola de serenidad y recogimiento. Unas voces jóvenes desde lo alto de la ambigua tribuna, cantaban las oraciones en latín, mientras el sacerdote murmuraba plegarias al pie del altar. Salimos discretamente y después de dar otro golpe de vista a esa ciudad muerta, volvimos a lanzarnos sobre la ruta en dirección a “Mazamet”.
Otro aspecto presenta el camino. Tuvimos que atravesar las “Cevĕnes”, totalmente diferentes a las montañas alpínicas y de los Pirineos. La tierra es colorada, el terreno es árido, rocalloso, seco y raras veces encontramos un arbusto; sin embargo aquella desnudez da al paisaje cierta originalidad, que me hizo recordar algunos rincones áridos de las Sierras de Córdoba. Al penetrar en esos lugares, cruzamos algunas lomas suaves y luego nos internamos en pendientes más pronunciadas, hasta llegar al valle donde está encajada “Mazamet”.
El cuadro no obstante, es pintoresco al ver las lomas cortadas que muestran una tierra rojiza como el fuego, contrastando con la tierna verdura de las plantas. Abundan allí los cazadores y pensé que corrían tras la liebre o la perdiz.
Mazamet es una linda ciudad y desde un promontorio bastante elevado, admiramos la orientación de sus casas. Detrás de ella se elevan grandes montañas de un plegamiento antiguo y más allá se extiende de nuevo la llanura.
A 51 Kms. de Mazamet se halla “Beziers” y pronto nos decidimos a ir allá, para conciliar el sueño... El paisaje sigue siendo igual y me alegré de haber conocido de este modo distintas fases de paisajes en este bello territorio de la antigua galia...
Beziers es grande, provista de lindas calles y anchas avenidas.
Cuando ya estaba por entrar en el imperio de Morfeo, cerrando los ojos a todo objeto visual, me despertaron unos gritos que venían de la calle. Escuché atentamente lo que aquello significaba, y al rato, me enteré que era sencillamente una conversación entre dos árabes, la cual degeneraba en disputa. Todas las imprecaciones del lenguaje de Mohamet se hacían oír en aquella callejuela silenciosa y era tanto el furor de uno de ellos, que en mi sueño creí que se iban a acuchillar...! Por momentos me parecía que hablaban en español, pero luego, llegaban hasta mi cuarto los acentos guturales y extraños del país africano. Por fin se calmaron y fueron alejándose, dejando nuevamente la calle desierta, en silencio, mientras volvía a internarme en el reino de los sueños.
Partimos de Beziers con un sol esplendoroso en el horizonte y seguimos la ruta que conduce a Nimes. Esta ciudad tiene vestigios de otra, muy antigua. Bajamos con el objeto de visitar el anfiteatro, donde los pueblos vienen a presenciar la muerte de los cristianos y las corridas de animales.
Nos trasladamos frente a la “Maison Carrée”, otro monumento antiguo, testigo de la opulencia y gloria de esa ciudad en el tiempo de los celtas.
Aproximándonos a Aix-en-Provence, el paisaje me hace recordar lejanamente, el cuadro de la costa uruguaya: llano, verde, con el mismo camino asfaltado por delante, las mismas casitas diseminadas y tranquilas, las mismas plantas que bordean la ruta. Y a medida que íbamos cruzando aquella pintoresca tierra, pensaba yo, en el poeta Frederic Mistral, que llenó las páginas de sus romances con el colorido y el enanto de la Provenza; y las escenas de “Míreille y Vincent” pasaban ante mis ojos en aquella mañana soleada donde flotaban en el aire suaves olores de campo.
Después de pasar rápidamente por “Aix-en-Provence”, cruzamos “Montpellier” y llegamos a “Arles”, la antigua Roma de los galos. Otro anfiteatro se levanta en el centro de la ciudad, teatro de numerosas luchas, cuyas piedras viejas y enormes se sostienen milagrosamente. Allí, las viejitas sentadas impasiblemente sobre los bancos de las plazoletas, llevaban la cofia tradicional de la provincia y son tan simpáticas en sus ropajes locales, que da gusto verlas tomar el fresco afuera, rodeadas por el cuadro de las viejas casas “arlesiennes” alineadas frente a los árboles de la plaza. El auto dio unas vueltas en la típica ciudad de “Salon”, que muestra en el centro de su calle empedrada, una fuente antigua, circundada por las mismas viejas casitas, pegadas las unas al lado de las otras. Era domingo ese día y la gente se hallaba reunida en aquel “centro” lleno de animación, donde se veía: mercaderes, diarieros, paisanitas bien puestas que volvían de misa y muchachos con aire despreocupado que se paseaban, fumando y riendo al mismo tiempo.
Pasamos por “Pelissanne”. El sol indicaba que el mediodía había ya transcurrido y bifurcamos el camino hasta “La Barden” donde probamos la buena comida provenzal. Pensaba yo que hasta ahora no habíamos tropezado con una sola posada que no fuera a gusto y admiré la sencilla pero buena comida de Francia y el modo amable con que los hosteleros reciben a los turistas. Después de haber merendado tan bien con aquella comida casera proseguimos la ruta hasta los alrededores e “Niza” y quisimos entrar en ella por la costa, pero al tocar el pie de las montañas del “Esterel” nos detuvimos ante un triste espectáculo. Las regiones sembradas de pinos y abetos iban quemándose poco a poco, echando un humo espeso y grisáceo.
Todos los años, en verano, estos lugares meridionales sufren de la sequía, pero, según parece, aquel año fue muy densa y a nuestro paso, el pasto sembrado de espinitas de pino, iba consumiéndose, dejando el lugar a una árida capa negruzca como si sacáramos la parte del pellejo a un animal. Precisamente en aquellos momentos, se había levantado un fuerte viento y no hacía sino activar el fuego, que se propagaba por los campos, bosques y montes.
¡Pobres paisanos de la Costa Azul que veían desaparecer en un día, su pequeño campo de cultivo, obra de tantos años de trabajo! El fuego se había propagado hasta el pueblo de “Agay”, situado en el borde del mar. Al llegar pues, a este lugar, un agente de tráfico nos impidió pasar y después de volver a “Fréjus” de donde salíamos, nos internamos en la sinuosa ruta del Esterel, llena de bifurcaciones y precipicios.
Cuando el viento se hubo calmado y el sol bajaba despacio en el horizonte, bañándose en aquel mar azul y sereno, llegamos a Niza la hermosa ciudad del Mediterráneo, donde se extiende la populosa avenida de los Ingleses.
Habíamos recorrido 420 Kms. Para nosotros era un record...! ¡Que de bellezas entrevistas aquel día tras la pequeña ventanilla del auto! era toda una provincia francesa que había desfilado ante nosotros, mostrándonos la encantadora serenidad de sus campiñas, de sus plantaciones, de su camino recto, la alegría de sus paisanas siempre risueñas, de sus trajes regionales; la placidez de sus antiguos molinos de harina, de sus rebaños blancos...
Teresa Lecroq, 1936.

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