lunes, 9 de julio de 2007

Recuerdos de viaje (9)

CAPÍTULO 9: TURISMO EN LOS PIRINEOS

Después de contornear la ruta por infinidad de recodos, llegamos a “Gavarni” donde se mira el grandioso circo natural, que encierra en su inmenso caos, un hermoso lago.
La nieve perdura allí también, guardando sigilo: solamente la pureza de su manto y desprendiéndose lentamente de su materia compacta, para formar hilos blancos que van a tejer a lo largo de los valles, una capa azulada y cristalina.
Con las fuerzas algo consumida por la trayectoria de la víspera y no abreviándonos a cruzar la llanura que nos lleva hasta el lago, nos contentamos con mirar al “Circo de Gavarni” de lejos, cuyo armonioso conjundo saboreábamos con la vista.
Al tomar el amino de regreso los pálidos reflejos del sol, daban a los montes un tinte rojizo que poco a poco tornábase violáceo, hasta extenderse una mancha oscura y más tarde negra...
¡Con qué pena iba yo a dejar esas montañas para volver a Buenos Aires! Llevaría a mi patria lejana el dulce recuerdo de sus misterios; retumbaría en mis oídos el eterno ruido de sus cascadas bruscas, llevaría en mis ojos la visión de sus lagos quietos y transparentes, de sus puentes de ladrillo y de piedra, majestuosamente elevados entre dos montañas pintorescas, bajo las cuales la blanca espuma de los ríos correntosos, tropieza con los peñascos.
Al llegar la noche las calles de Cauterets se vuelven desiertas y silenciosas, solo el casino presta a los veraneantes sus salas iluminadas; en más, la gente va a tentar suerte en el juego, otras sirven de teatro o de cine. Paseábamos por la plaza, que tiene a un lado el casino y del otro “las arcadas”, veíamos cada noche las mismas caras, de turistas entusiastas o de jóvenes animados, que venían a disfrutar de la vida calma y divertida de este pueblo.
Cuando el sol volvía a bajar para el oeste y el calor atenuaba sus ardores, caminábamos hasta la “Fruitiere”, tomando antes el trencito que nos dejó en “La Raillere”. El camino es casi siempre llano y sombreado; el follaje de los árboles, bajo y espeso, nos tributaba su sombra bienhechora y soportábamos el calor, pues seguíamos el sendero que corre junto al río.
En mi álbum de viaje donde se hallan coleccionadas las fotografías de los Pirineos, experimento vivo placer cuando las vuelvo a mirar y de nuevo me acuerdo, lo que nos costó instalarnos sobre un tronco de árbol caído sobre la corriente, para aparecer en esta peligrosa situación, como pájaros posados sobre una rama, mirando dibujarse nuestra sombra en las ondas corredizas del río.
El valle de la “Fruitiere” es para mí el más plácido y el más pintoresco de esa región. Aquel día la caza comenzaba y mientras saboreábamos algunos panqueques en la Hostería, veíamos llegar algunos cazadores, que parecían venir de muy lejos, cansados por el árido camino que tenían que recorrer, llevando sobre sus hombros el animal peculiar de esos pagos montañosos: el “chamois”.
En medio de este valle, un río se desliza con prontitud y costeándolo se llega al lago “d’Estam”.
Sintiéndome con pocas fuerzas para caminar me quedé con nuestros padres, mientras mis compañeros se elejaban con la esperanza de llegar hasta el famoso lago; pero solo caminaron hasta la mitad de la ruta...
Pasaron unos días, llenos de sol y de alegría, que llenábamos con largas caminatas. El calor era sofocante cuando volvimos una tarde a Lourdes, para despedirnos de unos amigos. En aquellas horas parecía que había más gente. Esto se explicó cuando me dijeron que aquellos días tenía lugar una grandiosa procesión. Un número considerable de camillas se alineaba en torno al atrio para recibir la bendición del Señor. A pesar del vaivén continuo de los peregrinos, todo estaba organizado con orden y miraba yo de arriba esa larga fila de creyentes, seguir lentamente la procesión, con devoción y confianza, manifestando sus sentimientos íntimos con hermosos cánticos religiosos. ¡Qué daróa yo para ver ese cortejo de noche, cuando los fieles cantas las alabanzas de Dios, sosteniendo una antorcha en la mano!
En aquella orbe había extranjeros y gentes de lejanas ciudades francesas, venidos para implorar la paz universal, y pensé que esta peregrinación era adecuada para el momento, cuando tantas personas morían en España. Aquel día era esplendoroso, ninguna nube surcaba el cielo. Las altas montañas se perfilaban lúcidamente sobre un azul puro.
Al subir desde Pierrefite nos divertimos en contar los recodos que había hasta Cauterets, eran 55; para mí más contornos hay en la ruta, más me alegra, pues detrás de cada uno hay la sorpresa de un nuevo paisaje, lleno de indescriptibles bellezas.
Cuando el sol declinaba lentamente, entré a la capillita de Cauterets; todos rezaban y todo estaba silencioso y semi-oscuro. Hay allí una estatua de la famosa Bernadette Soubirous, la santa más conocida en estos parajes, gracias a la cual pude contemplar muchas veces, la elegante catedral y la larga procesión de fieles, entonando cánticos puros a María Inmaculada.
Al día siguiente el calor era el mismo, el cielo tan claro y límpido. Aprovechando esa hermosa claridad y siempre con ansias de visitar nuevos lugares, en aquella tierra privilegiada por la Naturaleza, decidimos ascender el “Pic du Pibeste” de 1.400 metros de altura, pero esta vez en “Teléphérique”.
Otro panorama esplendoroso se presentó desde lo alto de esa cumbre, imposible de imaginárselo. Era tal vez más grandioso, que aquel último que nos dio a conocer la ascensión al “Pic du Ger”. Toda la cadena de los Pirineos, se extendía a nuestra vista; dominábamos todos los valles de esa región. Yo no sabía para qué lado mirar, todo era magnífico... y... el calor menos pesado. La montaña del Pibeste está cubierta de árboles, cosa que no sucede en los montes vecinos, donde las plantas van desapareciendo a medida que se sube. Aquellos espesos bosques que llegaban hasta la cima nos prodigaban su sombra refrescante. Por primera vez viajaba en “teléphérique” y este paseo en el cual me hallaba suspendida en los aires, me pareció maravilloso. Al llegar a la cima apercibimos aquel cuadro deleitable, donde todo era pequeño, tranquilo y extensivo. Divisamos Lourdes, Carbes y el pequeño pueblo de Vidalós.
La magnífica serenidad de aquellas tierras, bañadas de sol y de sombras, surcadas por arroyos azulados, cuyas aguas corrían velozmente en su cauce, daba una sublime impresión de grandeza.
El calor comenzaba a subir, y no pudiendo soportarlo, bajamos. Llegamos a “Argelés” para saborear un refresco en el suntuoso parque de su casino.
Una tarde subimos hasta la “Reine Hortense”; el cielo extendía su velo azul, sin huella de una nube. Esta caminata en la montaña nos pareció poca cosa comparándola con la ascensión del “Monte Cabalirós”, sin embargo andaba yo con pena y al llegar estaba exhausta. Llegamos arriba, admiramos de nuevo el valle de “Cauterets” pero desde otro punto de vista. Las montañas de enfrente son prodigiosas en bosques. Una raya blanquecina indicaba la ruta del “Mamelón Vert” que habíamos efectuado en la mañana, subiendo a la Raillere.
Mientras conversábamos con una señora, que se encontraba allí con su hija, al mismo tiempo mirábamos la luz del sol palidecer, oímos unos gritos de hombre, y al rato un buen paisano salió e la granja y alzando los brazos al cielo se puso a correr detrás de una mula que galopaba a toda prisa, a través de los prados, y brincando con toda su agilidad. El pobre hombre corría cada vez más ligero queriendo alcanzarla y la llamaba con toda clase de imprecaciones. Por fin la “Mignome”, como se llamaba, decidió obedecer y entró de nuevo en el establo. Este incidente nos hizo reir un buen rato y después de guardar nuestras labores, fuimos a acariciar a Mignome, que asomaba su buena cara por la ventanilla de la granja, jadeante de sudor y de cansancio.
Al bajar nos equivocamos de camino y nos encontramos perdidas. Sin embargo para llegar a Cauterets, hay un solo camino: bajar siempre... Así lo hicimos y anduvimos cruzando arroyuelos, saltando cercos, subiendo montículos de avena, hasta que por fin llegamos, pero con cierto susto pintado en el rostro, pues a pocos pasos, habíamos visto una enorme vaca correr muy ligero hacia nosotras...
Cuando la noche hubo llegado, fuimos de compras en “las arcadas” y encontramos una golosina muy rara en Francia y muy peculiar en la República Argentina, el dulce de leche.
En aquella época iban a comenzar las tradicionales fiestas de país vasco y para empezar anunciaron que aquella noche, iba a tener lugar “el toro de fuego”. Ajena a estas costumbres esperaba con impaciencia qué podía ser. La gente se amontonaba en la plazoleta y el cielo hermoso estaba cubierto de estrellas.
Por fin, un juego de artificio, lanzado desde una estrada, anunció la entrada del “toro” y vimos un inmenso animal de carbón, sostenido por dos hombres, que echaba magníficas chispas, por las patas, por los cuernos, por los ojos. Eran sencillamente otros fuegos artificiales, instalados sobre el animal de carbón, y al recorrer la plaza, estallaban en llamaradas de colores diversos, produciendo un hermoso efecto de luces. Solo era esto el anuncio de los bailes vascos, que iban a efectuarse más adelante.
Después de esa corta representación al aire libre fuimos a conciliar el sueño.
A la mañana me entretuve en leer las noticias del país fronterizo y notaba que cada vez eran peores. Había estallado en Irán una horrenda batalla que duró desde las 5 de la mañana hasta las 8 de la noche. Cuando pensé que de las pocas personas que habíamos visto llegar en la frontera, acudían ahora en número de 500, escapando a la barbarie de los rebeldes, me di cuenta del peligro que corrían esos pobres emigrados y de la suerte que esperaban los que quedaban en España. No estaría yo en esos momentos como la otra vez, mirando las columnas de humo que aparecían por detrás de las montañas... ¡cómo compadecía a nuestros pobres vecinos!
Terminé de leer el diario y fui a consolarme de las malas nuevas con el aire puro de la montaña y con la visión de todas las bellezas que me rodeaban.
¿A dónde podríamos ir a la tarde? Consultamos el “Guide Michelin” y notamos que a 13 Kms. de Cuterets, se hallaba el pueblito de “Barreges” situado a 1.200 metros de altitud. No viendo otro lugar más cercano para pasar la tarde, salimos para Barreges. A pesar de hallarse muy alto, es más arrinconado que Cauterets, su aspecto más encerrado y más monótono. Había allí poca gente, o... ésta no se dejaba ver. Instalados a la sombra de un gran parque, pasamos la tarde tejiendo y almacenando aire de los alturas de los Pirineos.
También esa noche había fiesta en Cuterets. Iban a ejecutarse algunos bailes típicos del país, y por la calle encontramos algunas muchachas vestidas con los trajes regionales. Estas jóvenes van formando ronda y bailan en la plaza y en las calles, al compás de peculiares instrumentos de música; son todos ellos muy alegres y conocen muy bien los pasos de sus danzas.
Desgraciadamente no pudimos observarlos bien, pues la gente muy numerosa, se agolpaba en derredor de los bailarines que formaban una vistosa cadena en medio de la muchedumbre que también quería tomar parte del regocijo de aquéllos.
Sin embargo pude apreciar no sin esfuerzos aquellas pintorescas danzas locales.
Hacía tiempo que mi hermana y yo abrigábamos el deseo de subir al “Pic du Midi” cuya altura oscila entre los 2.800 metros. En este monte, cosa única en Europa, el automóvil puede subir hasta su cima, por consiguiente es el camino más alto que existe. Sin embargo para subir la cumbre de esta hermosa montaña, reina de los Pirineos, hay que escalar un gran trecho de cuesta, abrupta y empinada para los caminantes.
Contentas ambas de poder emprender esta excursión, corrimos a la agencia de turismo para reservar dos asientos, en el “autocar” que partiría dentro de tres días.
A la mañana siguiente, un hermoso rayo de sol iluminó mi cuarto y me alegré que el cielo fuera tan lindo.
A la tarde iba a tener lugar un partido de pelota vasca, que sería disputado por el campeón mundial del juego típico de esas regiones, llamado Urruty.
Cuando el sol pegaba de lleno, nos dirigimos al “frontón” de Cauterets, donde iban a jugar los candidatos de pelota vasca. Antes de empezar el partido tuvo lugar una serie de bailes vasquences, interpretados por 8 personajes, representando cada uno, las diferentes figuras del Carnaval de las 3 provincias: “le Béarn”, “le Bigorre”, “le Pays Basque”. Uno de entre ellos, soplaba sobre una especie de instrumento que tenía la forma de un órgano en miniatura, produciendo un silbido, que yo hasta entonces, nunca había oído. Al compás de esa musiquilla alegre y ligera, bailaban los compañeros ejecutando unos pasos muy curiosos, los cuales solicitaban una gran agilidad en las piernas. Nos recrearon con la danza de “Satanás”, interpretaron luego “Gavotte”, el “baile del vino” y después de recibir los merecidos aplausos del público, “les danseurs de la Soule”, como se llamaban, saludaron y se retiraron, mientras el bizarro instrumento de música seguía prorrumpiendo en sonidos agudos.
Por fin llegaron los campeones de la pelota vasca, frescos y sonrientes, recibiendo las simpatías del público. Urruty formaba con su compañero “Larrabure” el partido “azul”; “Gaby”, el campeón de Francia y su compañero, el partido “colorado”.
En la mano derecha tenían atada la “chistera” especie de canastilla larga y amarillenta teniendo la forma de una gran uña encorvada; y con ella golpeaban fuertemente la pelota, haciéndola rebotar sobre el inmenso frontón. Jugaban todos con una agilidad sorprendente y cuando ya la pelota parecía perderse al ras del suelo, se doblegaban prontamente y la pelota volvía a aparecer en el aire para golpearse rudamente sobre la pared.
A medida que jugaban con destreza y entusiasmo, el sol se hacía más débil y las sombras se alargaban sobre nosotros.
Este partido resultó muy interesante, porque fue muy disputado: ganaban los “colorados”: 14 puntos contra 7. Pronto ambos partidos se equilibraron y esta vez adelantaban los “azules”. Urruty fue muy agasajado; era verdaderamente un buen jugador y ejecutó unos golpes de chistera que demostraron su extraña habilidad.
Los “colorados” volvieron a avanzar, pero bien pronto los adversarios se hicieron duelos de la situación, y por fin ganaron los “azules”: 50 contra 39...
Aquel juego era completamente desconocido y a la verdad tuvo el don de agradarme mucho.
La multitud se dispersó lentamente mientras el crepúsculo se hacía más denso detrás de la montaña.
A la noche los nuevos juegos de artificio fueron prendidos en la plazoleta del Casino y uno de entre ellos que duró un buen rato, iluminaba unas inmensas letras que decían: “Vive le Payz Basque, le Bigorre et le Béarn”.
Cuando se apagaron las últimas llamaradas de los fuegos, nos fuimos acercando a la orquesta y oímos cantar a un vasco, las tradicionales canciones de los pastores de esas provincias Mientras entonaba esas canciones en el difícil lenguaje vascuense , interrumpía su canto, prorrumpiendo en gritos que los pastores emplean para llamar a sus ovejuelas.
La orquesta del casino interpretó el himno vasco, y este hermoso cántico me trajo en seguida a la memoria, la imagen del colegio “Euskal-Echea” donde todos los años cantábamos el “Guernikako arbola...” en el día de la distribución de los premios...
De nuevo el cielo amaneció esplendoroso y sereno, mientras el valle se llenaba de suaves aromas. Aquel día era domingo, el último de los festivales vascos y el más hermoso, para mis recuerdos del viaje d a Francia, un día inolvidable. Las altas cumbres de los Pirineos se elevan luminosas y claras, destacando sus inmensas siluetas en el fondo puro del cielo. En las cuestas verdosas se oían las esquilas de las vacas y las ovejas que pacían con una serenidad absoluta. El valle iba despertándose, la gente, a circular por las callejuelas.
Desde temprano veíamos los habitantes del “Pays Basque” del “Bigorre”, del “Béarn”, luciendo sus típicos trajes tradicionales, para la función de la tarde.
Me parecía haber retrocedido muchos años al contemplar en los vascos, sus famosos “gorros” de lana roja, sus amplios cinturones enrollados varias veces en la cintura, sus toscas chaquetas de dril y sus medias de lana blanca.
Cuando el sol pegaba fuerte nos encaminamos al “teatro de la Naturaleza”. La multitud de gente se dirigía hacia aquel lugar encantador, donde la naturaleza misma se había encargado de construir los telones. ¡Cuadro mejor no podía contemplarse! Un tapiz de césped verdoso, servía de tablas, hermosos árboles corpulentos de follaje maduro, proyectaban su inmensa sombra y mostraban sus nudosos troncos. El terreno ondulado iba formando más lomas que servían de bastidores a los actores, y esas lomas iban prolongándose en el fondo, extendiéndose hasta perderse lejos, en un macizo de árboles. Sobre aquel escenario, el cielo azul y sereno... Muchas personas venían de “Argelés”, de Lourdes, de “Saint Sauneur” para ver el maravilloso espectáculo que iba a tener lugar esa tarde, presentado bajo el nombre de : “Les 3 berrets” (los tres gorros). Aun llegaba gente de “Biarritz” para presenciar la obra, en aquel cuadro pintoresco y alegre del teatro de “la nature”. La armonía del conjunto era indescriptible y sería imposible relatar aquellas escenas coloridas y alegres, tan bien presentadas, que contaron toda la historia de los vascos, en sus canciones, en sus trajes, en sus poesías, en sus bailes...
Aquel fondo verde de los Pirineos, donde se veían vistosos colores de fiestas vascas, donde aparecían por los lados más escondidos de las lomas y de los árboles, figuras del conjunto que se habían dispersado lentamente por el tapiz de césped, aquel rincón de montaña se mostraba bellísimo y risueño, presto a desplegar toda su hermosura para dar un lindo escenario a la historia de aquellas tierras benditas, que los Pirineos presenciaron a través de los años, escondiendo tras sus añejos montes el secreto y el encanto de su sabor.
La historia de “los 3 gorros” consistía en el sueño de un joven, que se durmió leyendo un libro titulado “le Bigorre, le Béarn et le Pays Basque”. A medida que conciliaba su reposo, apoyando sus rubios cabellos sobre una piedra, los personajes célebres que habían visitado nuestros “Pirineos”, aparecían unos tras otros, representando las escenas que los caracterizaron. Así fue que vimos desfilar a Luís XIV, Rossini, la Reina Hortensia, el poeta Chateaubriand, Luís XI, Alfred de Viguy, Pierre Loti, sin olvidar la humilde Berdadette Soubirous, que vivió y murió en el país vasco.
La orquesta acompañaba los cantos y los bailes. Una voz entonó el “Ave María” de Schubert, mientras comenzaba la historia de Berdadette, vestida con su traje pobrísimo y cubierta de un velo blanco. Aquel canto se elevaba puro y claro en ese jardín encantador, parecía unir el cielo y yo me cría transportada en un paraíso de delicias donde la música deleitaba el oído y la dulce visión de la naturaleza embriaga el alma.
De nuevo apareció con los bailes aquel pequeño silbido, agudo y extraño que acompaña los saltos ágiles de los paisanos vascos, y ya me era una música muy familiar...
Cuando aquella alegre fiesta tocó a su fin, el público entero aplaudía y reclamaba la presencia del autor sobre el escenario. Por fin apareció el duelo de “los 3 gorros”, un muchacho joven vestido de vasco, que se encontraba entre el grupo numeroso de los figurantes, y la ovación fue más entusiasta.
Regresamos al hotel mientras el día declinaba suavemente. Tomamos un pequeño sendero que corría entre los árboles y mientras cabíamos los comentarios de la fiesta, el sol incendiaba el horizonte detrás del follaje del camino y subía hasta nosotros, un fresco olor a hierbas...
<<¡Qué hermoso está el día! Hoy, mi hermana y yo subimos al Pic du Midi” >>. Con este alegre pensamiento me desperté temprano, y al cabo de un rato, nos encontrábamos ambas, en la plazoleta de Cauterets. Ni una nubecilla vino a turbar la placidez del hermoso cielo; todo era encantador: el paisaje, la ruta y la naturaleza.
Nuestra primera parada fue en el “Tour Malet” y desde aquel punto podíamos ver una gran parte de la cadena de los Pirineos, pero no ya la bordeada de grandes llanuras, como en la región de Lourdes, sino en pleno macizo, donde los valles son estrechísimos y donde las crestas son finas y altas.
El camino se hacía cada vez más estrecho y lo bordeaban grandes precipicios; en algunas partes, para trazar el camino, habían cortado grandes bloques de nieve y el “autocar” apenas podía pasar por entre aquellas paredes de hielo. El camino era muy sinuoso y mientras avanzábamos, veíamos en la montaña vecina, que acabábamos de dejar una grieta horizontal muy fina, como si hubiéramos pasado la punta de un cuchillo sobre un montículo de arena.
Llegamos a la hostería del “Pic du Midi” alrededor de la cual se extiende una pequeña meseta. Allí se pararon los autos y nosotras nos dirigimos por un pequeño sendero hasta el famoso “observatorio” que se encuentra en la meta.
Allí no hay más sombra, un camino abrupto y unas rocas diseminadas. Estábamos obligadas a permanecer al sol. Felizmente soplaba una brisa liviana que tenía un fondo helado....
Sobre la tierra, nunca habíamos almorzado tan alto... Me sentía completamente dueña de las montañas; ninguna nos sobrepasaba. Nos cubrimos la cabeza con nuestros pañuelos, y sentadas sobre una piedra, como dos pájaros que viven en las cumbres, desplegamos nuestra merienda, ante el más bello de los panoramas.
A nuestros pies se dispersaba la gran cadena de los Pirineos cuyas cimas eran plateadas y los valles inundados de sol. Nos hallábamos a 2.877 metros de altitud... dominábamos ese inmenso pedazo de tierra que el capricho de la naturaleza había transformado en una serie de bruscos plegamientos.
De nuevo vimos el “Vignemale”, coronado de nieve, el “Monte Perdido” y otros picos que son reyes de los Pirineos, pero bajo otro aspecto más imponente.
El cielo permanecía límpido, el aire corría más fresco. Caminamos hasta la “mesa de orientación” del observatorio y después de saciarnos de tantas bellezas, de tanta placidez y aire, resolvimos bajas la pequeña cuesta para prepararnos a partir. El calor del sol era más suave al bajas las inmensas montañas, podíamos mirar mejor la ruta empolvada y sinuosa, porque los rayos del sol rozaban el camino más débilmente. Nos paramos un momento en “Suz”; el tiempo de visitar la vieja iglesia de ese pueblito pintoresco.
Esta vez, los Pirineos me parecían más bellos que nunca, más grandiosos que de costumbre. Comprendí cuánta belleza puso Dios sobre la tierra y cuántas hay que nosotros no podemos espiar...
<<¡Qué suerte, prosigue el buen tiempo...!>> Aquella tarde fuimos a Lourdes.
Estaba más populosa que nunca. Seguían las procesiones alrededor de la gruta y de la Basílica. Ese día los enfermos eran muy numerosos y al examinarlos de cerca se me hinchaba el corazón de tristeza. Entre ellos había tres religiosos, y al verlos extendidos en sus camillas, pálidos, tan jóvenes en sus sotanas negras, el rostro sin color y los miembros sin carne, me daba aun más compasión. Unos enfermos, más que otros, me llamaron la atención por la expresión profunda de dolor que delataban. En primera fila entre las sillas corredizas que tacaban casi la gruta, vi una hermana joven y hermosa, cuyo hábito debía pertenecer a las dominicanas, pero muy pálida y transparente en su ropaje obscuro, su cara silenciosa y enfermiza me llegó hasta el alma.
Al acercarme a las piscinas de la gruta, unos tras otros los enfermos salían o entraban, con la esperanza todos, de sanar en aquellas aguas benditas.
Cada 10 minutos llegaban “autocars” cargados de enfermos, y al emprender por última vez ese hermoso camino del Calvario, para orar en cada grupo de la Pasión, impasibles y bien esculpidos, ofrecí todas las plegarias para aquella masa de infelices y... no me imaginé que hubiera tanta miseria humana sobre la tierra...
Salimos de Lourdes llenas las manos de recuerdos de Nuestra Señora y de Bernardita.
<> Con estas expresiones que ya denotaban una cierta nostalgia del país, mi hermana y yo nos encaminamos a la “ferme basque”. El sendero que subre está sombreado por el follaje de los árboles y solo nos detuvimos una o dos veces para tomar aliento y para mirar hacia atrás el trecho que habíamos caminado, en la pared boscosa de la montaña.
Nuestras piernas estaban ya acostumbradas a cualquier ascensión, ¡habíamos practicado tanto el alpinismo en esas bellas regiones onduladas e irregulares...! Nos sentamos frente al panorama de Cauterets, como para mirarlo una vez más, allá, encajado entre dos majestuosas montañas y llevar en el recuerdo su imagen tal como la contemplábamos desde la “ferme bsque” donde divisábamos con alegría, los sitios que nos eran familiares, el hotel, la iglesia, el Casino y su plazoleta, los “Neothermes” y la estación. Parecía una maqueta construida con vivos colores, en medio de la cual corres las impetuosas aguas del “Gave”. Mientras nuestro pueblito en miniatura iba palideciendo tras las brumas del anochecer, dejamos nuestras labores y bajamos el delicioso caminito, bañado en la sombra del follaje, que ahora se hacía más espesa y más fresca.
Durante el trayecto nos amigamos de un anciano que conducía de la mano a su nietito; el pibe era de los más simpáticos; había nacido en Madagascar y venía a Cauterets para la cura. Nos ofrecieron caramelos y los cuatro volvimos a proseguir la ruta, conversando alegremente. Todas las maletas estaban de nuevo metidas en el coche, y mientras saludábamos por última vez las montañas de los Pirineos que despejaban su sombra, iluminando sus enhiestas paredes con el sol de la mañana, la “Pelirroja” seguía su camino lleno de recodos que tan bien conocía, y después de cruzar “Pierrefite”, emprendió la ruta que conduce a Lourdes, a Pau y a Villenueve, dejando atrás el macizo montañoso, la exuberante vegetación de sus valles y el ruido perenne de sus cascadas bruscas.
El alegre país vasco se cerró delante de nosotros mientras llevaba yo un feliz y dulce recuerdo de aquella región encantadoraTeresa Lecroq, 1936.
Teresa Lecroq, 1936.

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