jueves, 5 de julio de 2007
Recuerdos de viaje (7)
CAPÍTULO 7: VERANO EN LA MONTAÑA
El pequeño pueblo de “Pierrefite” nos anuncia que ahí termina la región baja y llana; desde ese punto empezamos a escalar las enhiestas pendientes de los Pirineos, cuyo irregular y caprichoso camino está lleno de vueltas angostas y cerradas.
El sol iba bajando tras los picos aun nevados de las montañas que nos rodeaban y la tonalidad de las plantas se volvía más violácea. El viento era liviano y sentíamos la frescura de la altura y la humedad de las cascadas que prorrumpían en sonoras quejas; aquel lamento que se deja oír eternamente en la placidez de las montañas, donde las gigantescas masas parecen ser dueñas absolutas.
Aquellas avalanchas incesantes de aguas puras y brillantes, inspiran al mismo tiempo una suave y terrible impresión de asombro, de terror, de grandeza; nos parece ser imposible que esas aguas caigan con tanta fuerza y estruendo, en medio del silencio encantador, en medio del silencio encantador de los valles.
El bienestar de la montaña es indescriptible; nuestro oído se acostumbra con delicia a ese canto monótono, triste y quejumbroso de la caída brusca del agua, a todos los ruidos extraños que nacen en las regiones vastas y semi salvajes de los montes; nuestros ojos se familiarizan con el dulce espectáculo de las curvas inmensas de cimas que se destacan en el cielo, con el cuadro radiante de la vegetación donde la mano del hombre esparció la nota alegre de algunos “chalets” y diseñó las líneas de las rutas sobre las cuestas suaves de las paredes montañosas.
En aquel rincón sublime de los Pirineos admiré belleza que no había nunca sospechado, y aquellos telones que el Dueño colocó sobre la tierra, me parecieron de una serena magnificencia y pasmosa grandiosidad.
Durante nuestra estadía raras veces llovió, y las montañas despuntaban con el esplendoroso sol, que tiñe las cimas blancas, de color rosado pálido e inunda con su bienhechora luz el ambiente plácidamente silencioso de los valles aun quietos y adormecidos.
Los días pasados en aquel lugar lleno de vida y de color, fueron para nosotros, habitantes acostumbrados a la vida turbia de las ciudades, un reposo lleno de diversiones. Esos días fueron soleados y la naturaleza verde de los Pirineos se desplegaba hermosa y diferente en cada punto que acudíamos, para curiosear sus rincones realmente misteriosos.
Esta tierra vasca, guarda en su seno aguas termales que van brotando del suelo para ofrecer su limpidez y calentura a los que sufren males en la garganta y en los bronquios.
Al salir a las calles de “Cantereto” me extrañé de ver tanta gente. El Casino es el centro de reunión; bajo las “arcadas” han instalado los vendedores sus tiendas, unas extienden a lo largo de los mostradores, las prendas típicas del país vasco: brazaletes, collares, porcelanas, telas y cuadros, todos estos objetos repujados, pintados, tejidos y fabricados en esta misma región.
Otras muestran una serie de exquisitos dulces que se preparan bajo la mirada del cliente, y hacen el manjar delicioso de los veraneantes; al lado se ve una casilla que sirve paras ejercitarse en tirar al blanco, más lejos tiendas de moda... y la gente viene y va, agitada, curiosa, despreocupada y feliz...
Las excursiones que emprendimos a través del plegamiento Pirineo, fueron bellísimas y solo quiero esbozarlas para que perduren en el recuerdo de este diario.
A “La Raillère” se asciende con un trencito “crémaillère”; y todas las mañanas me encaminé allí, donde se hallan los establecimientos termales, por la ruta cimentada, por donde suben los automóviles, o por el camino sinuoso y empedrado que sube la cuesta de la montaña.
Allá arriba las jóvesnes nos instalábamos a tejer, con el panorama divino ante los ojos, de un valle lozano y tranquilo que recibía el eco grave de las aguas, profundas y salpicadas.
Queriendo aprovechar el hermoso y resplandeciente día, decidimos efectuar la excursión al lago de “Gobe”. El auto solo sube hasta el “Pont d’ Espagne” encerrado casi entre paredes montañosas. Mirando desde lo alto de este puente, vemos unirse tres corrientes de agua que bajan bruscamente de la cima y se juntan en ruido estrepitoso. Aquel día el sol había formado sobre la espuma vaporosa de las cascadas, un brillante arco iris.
La naturaleza parecía más verdosa y exótica.
El único medio, pues, para llegar hasta el lago de “Gobe” es el de seguir camino a pie o montarnos sobre un burro. En este caso, preferimos nuestras piernas, jóvenes y robustas, y escalábamos con ánimo la cuesta pedregosa de un monte para luego bajar y dominar el hermoso lago, cuyas tranquilas aguas dormitaban sin murmullo.
Aquel montículo era muy árido para subir y a pesar de tener un bastón alpínico, en ciertos momentos deseaba yo verme cómodamente sentada sobre el recado de una mula. Nuestros esfuerzos fueron recompensados por el espectáculo de un dulce panorama, donde la capa azulada del lago, rompía el nítido color verde de un círculo de montañas.
Bajamos hasta los bordes del lago, y vi con extrañeza que se alzaba un pequeño monumento, sobre rocas avanzadas. Curiosa por saber lo que significaba, leí la inscripción o más bien el epitafio, porque era una tumba. Un joven matrimonio estando de viaje de bodas, quiso cruzar el lago en lancha, y al ser sorprendidos por una terrible tormenta en el cruce, perecieron ahogados; pues esta laguna en su apariencia serena y pacífica, al contacto del viento, forma con sus aguas, grandes remolinos que tragan sin piedad los cuerpos. Oí decir allí, que este paraje es peligroso en invierno pues se desencadenan tempestades muy a menudo, y empiezan entonces a caer con rapidez, grandes piedras colocadas en las cumbres, y ruedan con furor hasta los valles, estrellándose bruscamente. Los árboles pierden sus ramas y el cierzo rompe sus troncos con ruido siniestro.
Al terminarse el tema de esta conversación, vi con inquietud, que se asomaban gruesos nubarrones en el cielo, ya obscurecido, y es de pensar que con el recuerdo aun vivo, de las borrascas de invierno, emprendimos la retirada cuanto antes, no ya caminando y marchando a prisa, pero saltando los montículos de piedra y correindo con agitación. Felizmente llegamos abajo, en el “Pont d’ Espagne” sanos y salvos, pero las piernas doloridas...
Hay que escarpar las áridas cuestas de la montaña y llegar hasta la cima para conocer las excelsas bellezas que encierran los Pirineos. Asó lo resolvimos una tarde plácida y hermosa. El funiculario de “Pic du Ger” nos condujo hasta las sorprendentes alturas de ese pico accesible que se eleva a 1.100 metros. Al llegar a aquellas “regiones” casi aéreas, pude contemplar con admiración una vista abrumadoramente hermosa, llena de suaves encantos que penetraban hasta mi alma causándome una dulce emoción.
Allí me daba cuenta fácilmente del plegamiento que se forma en la tierra, de las sinuosidades en los terrenos que el capricho de la naturaleza ha surcado sobre la paz irregular de la tierra.
Me imaginaba hallarme en avión, planeando esas regiones, indescriptiblemente bellas, donde los pálidos rayos de un sol nublado, esparcían su luz incierta sobre los campos y sobre los valles. Desde allí divisaba la ciudad de “Lourdes” bañada por el “Gave”, que parecía dormitar plácidamente en aquel valle muy abierto, verde y lozanamente fresco, donde las agujas de la catedral, elevaban al cielo sus flechas agudas.
Más lejos se veía “Tarbes”, que ya iba perdiéndose en la capa gris de la lejanía y en el lado opuesto la ciudad de “Argelés”.
Permaneciendo un minuto en éxtasis, me parecía que los campos, los lagos, los ríos, los bosques, todo aquello que mis ojos dominaban, me comunicaban la serenidad y la paz de sus almas.
Todo era pequeñito, insignificante para nosotros y sentí al rato, el tener que volver en la llaneza de los valles y de las rutas, donde somos aun más pequeños que las cosas, que entonces nos rodeaban.
Abajo sentí la agitación de los domingos, el tráfico era incesante en las carreteras.
Había yo oído hablar de las famosas grutas de “Betharram” y deseaba un día, internarme en ellas, para ver de cerca las transformaciones y la obra del agua en las estalactitas, donde las gotas van poblando de misteriosas figuras, las regiones húmedas y silenciosas de esas galerías subterráneas.
Bajamos, pues, una tarde a aquellas grutas y llegamos a 80 metros bajo el nivel del mar. A medida que penetrábamos en sus obscuros corredores, la humedad era más intensa y más enigmáticas las figuras de la gruta. Esas extrañas siluetas, formaban la forma de una cabeza humana, de un cuerpo de elefante, y una silueta habíase incorporado la figura de una virgen, con el Niño Jesús en los brazos.
Penetramos en la sala “del infierno” grande y siniestra, y pensé que un espíritu imaginativo podía fácilmente representarse, innumerables rostros de diablillos, verse rodeado de llamas y entrever los rostros de los condenados... hacer como Dante, una visita a los infiernos. Siguiendo nuestro guía, entramos en la sala de “Las Hadas” y luego en el palacio de “las agujas”. Estos dos nombres han sido bien elegidos y, repito que siempre surge en nuestra imaginación, una variada galería de personajes, que la paciente gota de agua ha elaborado a su antojo, con la acción del tiempo, fabricados con arte y finísima precaución.
En aquellas profundas cuevas, donde se elevaba por encima una montaña de 800 metros, apercibimos un extenso lago, que medía 2 Kms. y que cruzamos en grandes canoas. En determinados lugares parecía que el cielo de la gruta nos iba a aplastar, y las paredes a estrechar sin piedad. Al desembarcar en la otra orilla, el cuadro era el mismo, y el trabajo milenario de las aguas filtradas, formaban pequeños castillos y moradas encantadas.
Al salir de la gruta se respiraba otro aire... el calor volvía a abrumarnos con su peso.
Teresa Lecroq, 1936.
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