CAPÍTULO 8: CIRCUITO EN EL PAÍS VASCO
Habíamos resuelto abandonar nuestros pintorescos rincones de “Cauterets” para echar una ojeada en las regiones circundantes; para no tener el remordimiento de haber estado cerca de la hermosa costa vasca y no haber visto el encanto y la luminosidad de su suelo.
Tomamos la ruta de Lourdes y cruzamos los hermosos parajes de “Pau” donde el sol iluminaba la cachada de los blancos “chalets” de verdes postigos, coquetamente arreglados que devolvían la imagen del paisaje más dulce y más risueño.
La ciudad de “Pau” nos mostró un edificio histórico guardado escrupulosamente y que es el castillo de Enrique IV, el cual eleva sus muros centenarios, en medio de las otras viejas viviendas.
El auto que nos llevaba, corría por la carretera donde se reflejaba el hermoso sol de agosto, y a medida que cruzábamos los campos sembrados de viñedos, me parecía sentir todo el sabor y comprender toda la belleza de esas regiones meridionales.
Bajamos en la coqueta ciudad de “Bayonne”. El sol comenzaba a eclipsarse suavemente y parece que llegamos cuando reinaba en las calles un inusitado movimiento, el vaivén de la gente que se apresura en las tiendas, que pasa y vuelve a pasar para curiosear las vidrieras y mezclarse en esa fiebre de la ciudad.
Las flechas rectilíneas de la suntuosa catedral bayonense, sobrepasan los techos de las casas antiguas y parecían tocar la nave azulada y pálida del cielo.
Al emprender nuevamente el viaje no podía impedirme de prorrumpir en exclamaciones de admiración y de júbilo al ver las casitas vascas que surgían en el paisaje, con sus techos muy rojos, inclinados desmesuradamente de un lado, con sus paredes muy blancas, sus ventanas muy verdes, ornadas de geranios; todas ellas poblando alegremente esa región, ya hermosa por sí sola, envuelta en la lozana frescura de sus campiñas y de sus montañas bajas, que el sol del atardecer daba a sus flancos un color dorado.
A medida que nos acercábamos al mar, aumentaban los “chalets” y crecía el movimiento. Saint-Yean-de-Luz se mostró a nosotroscuando el día declinaba imperceptiblemente a través de un lienzo rojizo, que el sol del crepúsculo teñía, a medida que sus rayos se hacías más débiles...
Esa época era terrible para los cielos de España, que oían sin cesar el ruido lúgubre del cañón, que parecía decir a los vecinos franceses, cuán más decididos estaban a la guerra civil, a esa lucha sangrienta y brutal entre hermanos de un mismo país. Y precisamente en Saint-Jean-de-Luz era en parte, el teatro de sus acciones, que por mar y por tierra, aterran a los habitantes del típico país vasco, tan acostumbrado a la pacífica vida de sus montañas.
A 13 Kms. de esa ciudad se halla “Hendaye”, situada en la frontera, mirando a “Irún”, puestas a sangre y fuego, en esos precisos días de nuestras “exploraciones” en los bajos Pirineos. Pero había tal vez muchas más extranjeros que venían para curiosear y mirar de cerca el aspecto que tomaba los ataques españoles. Provistos de larga-vistas trataban de seguir el movimiento de las operaciones militares, al mismo tiempo que disfrutaban de la brisa cálida de la playa.
El magnífico hotel de “Eskualduna” nos abrió sus puertas para pasar la noche, y al día siguiente nos apresuramos en ir hasta la frontera, atraídos todos por el ruido de los cañonazos, que parecían venir de San Sebastián. A pesar de ser esto una distracción para nosotros, los veraneantes, aquel espectáculo que presenciábamos desde la línea fronteriza, era sumamente triste. Oíamos el estruendo que nos hacía sobresaltar, y luego se dibujaban claramente más columnas de humo blanco, que salían de la montaña, delante de la cual se extiende “Irún”. Las detonaciones se repetían a menudo y yo pensaba que cada una de ellas significaba la muerte para algunos hombres que caían en aquellos momentos, bajo la bala enemiga.
Los emigrados mientras tanto iban llegando; mujeres tristes y cansadas, sosteniendo con un brazo sus chicuelos, y con el otro empujando unos carritos llenos de valijas, de muebles y de chicos también... En esa desventurada ciudad de Irún habían cortado los hilos de la electricidad, y lo que es peor habían privado a sus habitantes, de agua. Éstos, naturalmente bebían agua de los pozos y como es de pensar caían enfermos y venían a refugiarse en tierra francesa que los acogía con benevolencia.
Mientras nos alejábamos de aquel sitio, con penas profundas en el alma, y subíamos la cuesta francesa camino de “Saint-Jean-de-luz, apercibimos un barco en el vasto golfo de Biscaya que hacía fuego sobre San Sebastián. Después de ver la luz rojiza que partía del navío, contamos cuántos segundos tardaría en producirse la detonación. Eran 60 segundos: calculamos que el buque se hallaba a unos 30 Kms. de la costa.
Solo unas nubes blanquecinas flotaban en el aire, el sol prestaba sus más tibios rayos a la tierra hermosa del país vasco. Llegamos por segunda vez a “Saint-Jean-de-Luz cuando más intenso era el movimiento en esa playa, cuando más gente había, ebrios los veraneantes de aire, de sol y de mar. La extensión de las arenas de esta playa es pequeña, y la gente se agrupaba cada vez más, formando un verdadero hormiguero humano.
De nuevo nos alistamos en el coche para seguir el recorrido a través de las campiñas vascongadas y detenernos en los más hermosos parajes.
Nos dirigimos a “Anglet” con el objeto de visitar el pintoresco convento de las “Sierras de María” que posee una casa de caridad, llamada “Notre Dame du Refuge”.
El terreno es allí arenoso y el vasto jardín en el medio del cual se eleva la casa madre, se halla sembrado de pinos y plantas meridionales. El parque se extiende unas cuantas leguas, y en aquel recinto silencioso y desnudo reinaba la profunda paz de la tarde, interrumpida por el sonido lento de las campanas que clamaban desde lo alto de la capilla, anunciando las horas de oración y trabajo.
La blanca fachada del convento parecía dormitar en el parque y de lejos apercibimos sus muros de piedra disimulado en el verde follaje de los árboles corpulentos. El auto penetró resueltamente en la ancha avenida que conduce a las puertas del colegio.
Una joven hermana apareció en el umbral y después de saludarnos amablemente, nos invitó a pasar; con ella visitamos esa morada santa y a medida que entrábamos en las habitaciones nos daba a conocer el género de vida que llevaban las monjitas y cómo vivían las alumnas, recogidas por caridad.
Entre las hermanas me encontré con rostros conocidos, pues algunas de ellas habían pasado su vida de apostolado en mi colegio de la calle Sarandí.
Mientras caminábamos por los senderos escondidos del parque, una de ellas me hablaba en castellano y pudimos ambas, rememorar el recuerdo de las compañeras ausentes.
La hermana Louise Joseph, joven y hermosa en su hábito severo, nos indicaba el camino y nos enteraba de las menudencias del reglamento. Otras monjitas, una de entre ellas muy viejita, nos seguían a paso lento y como sintiéndose orgullosas de mostrarnos la magnífica morada donde vivían.
Mientras conversábamos llegamos al convento de las “Bernardinas”, almas austeras que ingresan a ese lugar de soledad, para dejar el uso de la palabra y consagrarse a la plácida vida del campo, donde oran y donde meditan.
En efecto, estas hermanas nunca hablan; se dedican al cultivo de las flores, de los campos, y al trabajo de los bordados.
El monasterio donde moran, es una construcción baja, revestida de cal y rodeada de flores, donde las monjas penetran por una ancha puerta siempre acogedora, siempre abierta a los visitantes.
El comedor se compone de dos largas mesas de madera, provistas de bancos, igualmente de madera, y el suelo está cubierto enteramente de arena, de modo que en aquellos aposentos reina el más completo silencio. Solo una cruz orna la pared desnuda y blanquecina. Las celdas vacías y austeras: una cama sencilla, una silla rústica, una gran cruz negra sin Cristo.
El cementerio de las Bernardinas situado a unas cuantas cuadras del convento, nos llamó la atención por la rareza de su aspecto: las tumbas son pequeños montículos de tierra, sobre los cuales han arreglado una cruz, con grandes conchas blancas. Nos arrodillamos breves instantes sobre la hermosa tumba del fundador y emprendimos el regreso hacia el “Refuge”.
Al volver, pasando delante de una huerta, apercibimos tres solitarias de San Bernardo, que rezaban en alta voz. Me detuve un momento para inspeccionar sus hábitos: un velo negro sobre el cual se dibuja una cruz blanca, deja apenas entrever la cara; el traje es blanco y llevan por encima un delantal para el trabajo; entre sus manos semi-escondidas, pendía un gran rosario negro.
El “Refugio” recibe penitentes, niñas jóvenes, mujeres de toda edad y de toda condición que vienen a ofrecer a Dios una vida de expiación y sacrificio.
La región de Anglet se extiende muy cerca de las famosas “laudas” que corren a lo largo de la costa “d’Argent”, mecidas por el canto de los extraños pájaros que pueblan sus árboles y por el rumor del viento que trae en sus remolinos, la arena tostada de las playas.
Regrasanto pasamos por “Saint-Jean-Pied-de Port” y al cruzar esta ciudad rápidamente, me pareció que era muy pintoresca y alegre. Mientras avanzábamos hacia “Mauleon”, el sol moribundo del atardecer iluminaba suavemente la ruta. El camino subía cuestas empinadas y no tardamos en cruzar unos estrechos desfiladeros. De pronto unas espesas nubes nos rodearon enteramente, impidiéndonos ver la ruta a pocos metros de distancia. Este cruce era peligroso y tratábamos de fijar con la mirada aquella neblina blanca que invadía las colinas y cegaba la vista para discernir el camino.
Detrás de esa cortina nebulosa, adivinaba yo el cuadro pintoresco y suave, que ciertamente había de ofrecer en aquel momento, los bajos Pirineos que ya comenzaban a ser Altos; y a pesar de querer agujerear la pared blanca que se obstinaba en levantarse frente a nosotros, para mirar lo que había atrás, no tuve menos que resignarme como los otros, en permanecer quieta y esperar que el tiempo se esclareciera.
“Mauleon” es una antigua y típica ciudad; sus hoteles son más bien rudimentarios. Después de pasar la noche allí, emprendimos muy temprano el camino para “Cauterets”; pero antes de volver a nuestra ciudad de veraneo, bajamos en la hermosa Lourdes, que en aquel momento el sol de mediodía acariciaba fuertemente. El calor se hacía sentir con cierta pesadez, pero yo, en cualquier momento, estaba dispuesta de volver a contemplar Lourdes y a su magnífica basílica rodeada de la muchedumbre de los cristianos.
La catedral se eleva majestuosamente en medio de las casitas de techos rojos y entre el follaje luminoso de los árboles. Su estilo es particularmente bello. Me llamó la atención en el interior, las grandes estampas colocadas en los altares circundantes, hechas de mosaicos de todos colores.
En aquellos días, numerosos peregrinos, venidos de todas partes de Francia, se unían para solicitar ante los altares de la Reina de los Cielos, la “paz universal” Llegamos pues, cuando más animada estaba Lourdes, la ciudad de los milagros y las procesiones solemnes. Estas circunstancias hicieron que hayamos vistos algunos cuadros lamentables pero hermosos, capaces de conmover al corazón más indiferente: el espectáculo de los enfermos, recostados sobre sus camillas (o sobre sus sillas con ruedas) y conducidos por almas voluntarias, a través de la multitud, era profundamente triste y, sin embargo, veíamos animarse esos rostros lívidos y demacrados por la enfermedad, de una gran confianza, seguros de que “Ella” los iba a sanar...!
Después de orar en la basílica, bebimos el agua purificadora de Lourdes, prendimos más velas en la famosa gruta de las apariciones de María Santísima, y subimos el “camino del Calvario”, abrupto y costoso, para rezar las catorce estaciones.
Mientras ascendíamos la cuesta ruda, el sol ardía con más fuerza, pero no dejábamos por eso de rezar ante cada grupo de la Pasión, en voz baja y fijando nuestra vista sobre los rostros expresivos y hermosos de las estatuas de bronce, que a lo largo del árido camino de piedras, representaban el Cristo coronado de espinas, María postrada por el dolor, las Santas mujeres cubiertas por velos orientales.
En Cauterets deseosos todos de aprovechar un día que el cielo había bendecido con el esplendor de su luz dorada, resolvimos cuanto antes partir de excursión a pie, subir la pendiente montañosa, hasta el “Camp Basque”.
En la montaña no se siente la pesadez del verano y a pesar de la hora cálida de aquel día, donde la tierra ardía bajo nuestros pies, soportamos fácilmente la atmósfera tibia donde soplaba una brisa liviana que venía moviendo suavemente los penachos de los árboles.
Llegamos a una granja rústica y pobre, pero situada en un lugar encantador; desde allí admiramos un magnífico panorama donde nuestro pueblo de Cauterets se hallaba encajonado entre dos grandes montañas lozanas y verdosas. En aquel preciso momento el sol iluminaba sus casitas blancas y veíamos el campanario de la iglesia brillar, como si hubiera sido de oro.
Los campesinos de aquella posada nos ofrecieron bebidas refrescantes que aceptamos con prontitud, y colocando nuestros pañuelos vascos sobre la cabeza para guarecernos del sol, nos instalamos sobre una pequeña loma para mirar y remirar aquel delicioso valle de los Pirineos en el fondo del cual dormita Cauterets, como mecida por el perenne murmullo de las aguas, que en ecos, llegaba hasta nosotros.
Mientras el sol bajaba detrás de los montes lejanos y cambiaba de tono las lomas luminosas de la montaña, descansábamos, embriagados por el aire sano y por la serena visión de aquella región inconmensurable.
Al bajar los senderos angostos, proyectábamos volver a emprender una ascensión en la montaña, pero no ya en un lugar cercano de Cauterets, sino hasta un pico.
Para eso saldríamos muy temprano del hotel, a las 6 hs. por ejemplo, y equipados, nosotros los jóvenes, con nuestras bolsas de montaña, nuestros bastones alpínicos, calzados con gruesos zapatos de clavos, saldríamos a recorrer las crestas de los Pirineos, y a buscar en aquellas regiones altas y desnudas, los rincones grandiosos que esconde el plegamiento pirineico.
Así lo hicimos, en efecto, y al día siguiente un hermoso sol de verano invadió los valles quietos, y vino bondadoso a acompañar nuestros pasos, prestos a subir 10 Kms. en montaña. Habíamos concebido la idea poco común de subir el “Monte Cabalirós” de 2.300 metros de altitud, desde 900 metros donde nos hallábamos. Pero elegimos mal la hora, pues el sol iba a dar de lleno, cuando estuviéramos ascendiendo la parte más abrupta, donde los árboles ya no existen, donde el sendero ya se pierde entre las hierbas. A las 7 hs. de la mañana nuestros pasos resueltos y sonoros, golpeaban el macadan de la gran ruta y pronto el ruido de los clavos se perdió en un recodo: ya empezábamos a subir.
La ida, lo confieso, fue muy dura: a medida que seguíamos la línea polvorienta del sendero, los árboles se hacían escasos y buscábamos sombra con ansiedad. Felizmente, las fuentes de límpidas aguas, corren por todas partes, y cuando habíamos andado veinte pasos, deseábamos correr el líquido fresco en el hueco de la mano y lo saboreábamos como si hubiera sido guardado en la heladera. ¡Cuántas veces nos sentamos al lado de las rumorosas cascadas y nos empapamos el cabello, la cara, las manos y humedecíamos los labios con sus aguas puras!
Para vigorizar nuestras fuerzas, comíamos en el trayecto pequeños terrones de azúcar y una vez nos vino la tentación de abrir nuestras bolsas para probar las uvas jugosas y exquisitas... nunca las habíamos encontrado tan ricas.
Mientras subíamos el panorama surgía cada vez más imponente; el instinto de nuestro deseo de gozar de la montaña, había elegido ese día tan hermoso y tan claro.
Los picos de los Pirineos eran ya más visibles y apercibimos el “Viguemale” el “Pie du Midi” el “Bigorre” manchados por la capa blanquecina de la nieve que nunca se derrite, ya que permanecen siempre en sus huecos, como para ofrecer a las llanuras durante el verano, la correinte fresca de sus aguas.
Todos subíamos con pena y sofocación. La pequeña posada del Cabalirós, no aparecía nunca, en el horizonte elevado. ¿Cuánto tiempo tardaríamos aun, para ver la casita? Yo estaba exhausta... y al ver un caminante, que descendía y venía hacia nosotros pensé que faltaría poco para llegar a la meta; pero este buen señor nos dijo que faltaba un buen cuarto de hora para llegar a la cima.
Un esfuerzo más, y ya estaríamos descansando...!
Me armé de un gran coraje, reconcentré las pocas fuerzas que me quedaban, y por fin, después de nuevas tentativas, apercibí la querida posada, y con la dicha, no sentí más el cansancio.
Entrar, instalarnos y beber un vaso de limonada, fue cosa de un segundo. Después de un corto rato habíamos recuperado las fuerzas, desplegábamos alegremente nuestras bolsas y comíamos con un apetito jamás visto.
Firmamos en el “libro de oro” del Monte Cabalirón, que guarda fielmente el nombre de los que lo escalaron; luego, pensamos que lo mejor sería hacer una siesta.
Nos recostamos en pleno sol, pues allí no había sombra, sobre el verde pastito, donde pacía una cabra.
Mientras dormíamos, o más bien descansábamos, (pues yo no podía cerrar los ojos sintiéndome rodeada de tanta belleza) una neblina invadió silenciosamente los valles y ya no se veía Cauterets y sus alrededores. La llanura de Pau situada en el lado opuesto desapareció tras la cortina impalpable de las nubes.
Nuestra siesta fue corta pues el sol quemaba. Estábamos inquietos, queríamos ver de nuevo lo que rodeaba el Monte Cabalirós y tener la dulce y embriagadora sensación de la altitud. No se el aspecto que presenta durante el invierno, pero en verano el verdor de las praderas donde pastas sosegadamente los rebaños de ovejas, contrasta con el color celeste pálido del cielo, donde desfilan más sosegadamente aun, algunas nubes blancas y lejanas.
En la estación fría, imagino ver este césped maduro cubierto por la blanquísima capa de la nieve, que va extendiéndose sobre las tierras lozanas, cubriendo los árboles, los techos rojos de las casitas, dando una impresión de grandeza.
A 100 metros de donde nos hallábamos, nos dijeron que había un gran charco de nieve. ¡Qué alegría de volver a contemplar la nieve, por poca que fuera! Corrimos sin tardar, y nos revolcamos en ella, como verdaderos chicuelos ebrios de placer. Palpamos aquella sustancia helada y dura, fregándonos las manos, el cuello y la cara, para tener más la seguridad que eso era nieve, agua de las montañas, solidificada durante el invierno.
Con una vieja tabla de madera habíamos hecho una “luge” y nos dejábamos arrastrar para mejor resbalar sobre sus suaves pendientes a fin de sentir mejor el frescor de sus entrañas.
Al regresar, las brumas nos habían invadido; y no veíamos a cuatro pasos. Nuestro delicioso paisaje se esfumó y el vacío luminoso se llenó de sombras blancuzcas y grisáceas que perduraron un buen rato; luego fueron despejándose lentamente, y cuando desaparecieron por completo, llegábamos al pie de la montaña.
Estábamos rendidos, pero nuestras piernas jóvenes y robustas recuperaron muy pronto su energía en tal forma, que a pesar de los 20 Kms. de “alpinismo” salimos después de la cena para ir al Casino de Cauterets. Este hermoso día, que ciertamente fue donde más caminé, se terminó con la representación de “Mireille” que nos trajo la visión de la patria de Frederic Mistral, el poeta de Provenza.
Teresa Lecroq, 1936.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario