miércoles, 4 de julio de 2007
Recuerdos de viaje (6)
CAPÍTULO 6: NUEVOS HORIZONTES
El sol de atardecer alumbraba débilmente París, cuando nos alejamos de ella, en busca de nuevos paisajes, en pos de atmósferas más despejadas y hermosas.
Nuestra primera parada fue Orleáns; la segunda en “Bourges”. En la vieja e histórica ciudad, deseaba yo entrar en la famosa catedral cuyo renombre llegó a mis oídos, durante la estadía en Francia. Entré pues, en la iglesia grandiosa de Saint Etienne, que eleva hacia el cielo sus armoniosas líneas góticas, símbolo patético de la piedad cristiana. En el interior inmenso de su nave iba descubriendo las estatuas “arcaicas” de piedra y mármol que permanecen eternamente en aquella vivienda, silenciosa y fría.
Cruzamos la pintoresca campiña de “Berry”, inundada de sol y empañada de humedad, que iba evaporándose a medida que el cielo se aclaraba.
Pasamos por “Châteauroux”, “La Sonterraine” y bajamos del auto, en “Limoges”, con el fin de conocer las maquinarias de una fábrica de las renombradas porcelanas. Nos indicaron la de “Theodore Havilan” y no tardamos en apercibir sus chimeneas de ladrillo y su inmensa fachada.
Es sumamente interesante observar el modo de pintar las lozas, empapelarlas, diseñar los círculos de sus platos, colocarlos en el horno y pulirlas. Desgraciadamente para el visitante, la mayor parte de los obreros habían abandonado su trabajo, para seguir la masa que declaraba la huelga. Llevamos de recuerdo doce saleritos; y al mirarlos ahora sobre la mesa, recuerdo aquellas mujeres jóvenes que pasan su existencia en las grandes salas de las fábricas, ejecutando el trabajo, cada día, como si ellas mismas fueran máquinas de hierro.
Reanudamos viaje, y cruzamos los frescos y hermosos bosques, diseminados en esa región; alfombrados por florecillas color violeta, que los franceses llaman “la bruyère”. El tinte suave de estas plantas, contrasta con el verdor de la selva, que guarda una población de pinos, siempre jóvenes y frondosos. No era entonces, la época de las cacerías, pero durante tres meses al año, los huéspedes de los alrededores vienen a turbar la placidez de los rumorosos bosques. Vienen, tal vez en busca de ciertos pájaros, de alas hermosas, que moran en la nudosidad de esos troncos.
Cuando el día declinaba, apercibimos “Bergerac”, la región de las aventuras caballerescas del célebre “Cyrano”. En estas ciudades de provincia después de las 10 hs. de la noche, reina en las calles un silencio de tumba; terminada la cena, me sentí con deseos de cruzar sus callejuelas, pero, al constatar en torno mío el tranquilo y sepulcral aspecto de su vida nocturna, tuve sueño y volví al hotel, a seguir el ejemplo de sus habitantes. Por la construcción y el aspecto de sus calles, Bourges y Bergerac, son dos ciudades muy parecidas.
Al puntear el alba, cuando aun dormitaban los campos, impregnados de escarcha y saturados de fragancias nocturnas, emprendimos camino hacia “Arcachón”, la playa mundana de “Bordeaux”. Mientras estaba desierta, la hermosa ruta nacional, aprovechamos para correr velozmente. El camino, color plomizo, que se extiende hasta la playa de la “Costa de Plata”, es un verdadero autoestrada; al correr livianamente sobre su macadán pulido, experimentamos la embriagadora sensación de la velocidad, mientras se abría, ante nuestros ojos, ávidos de luz y de color, el espectáculo de los campos, todavía húmedos y pálidos. Parece que tuviéramos alas suaves y ligeras, que nos arrastrarían sin freno, en pos del viento que corre.
“Arcachón” mostró su animada concurrencia en el esplendor del mediodía, cuando el orbe de los bañistas es más extenso. Esta costa atlántica, sin recordar a la “Costa Azul”, tiene el atractivo de ésta, y el suelo ondulado que costea el mar, muestra encantos que subyugan el alma.
Al dejar la región playera llena de color y movimiento, nuestro equipaje viajero se internó en las “Landas” las misteriosas y bellísimas regiones de Francia, donde el auto sigue una interminable y estrecha ruta, recta y monótona, abiertas en las espesuras de un bosque. Su suelo es arena, que el viento depositó allí, con el transcurso de los años. Perdidos en el follaje de la selva, se divisan pájaros con alas coloridas; parecen ser los reyes de aquella morada silenciosa y recogida. El camino forma un contraste en las carreteras de la región costera, donde los recodos y las sinuosidades son numerosos.
La inacabable frondosidad, eternamente verde de los árboles, y el horizonte siempre igual, que surge a lo lejos, inspiran al ser una suave melancolía, parecida a la que impregna al desierto, donde el hombre siente su pequeñez y su soledad.
Unos amigos de la Argentina nos esperaban en “Bellevue” una hermosa propiedad construida en el pequeño pueblo de “Cazaubon”. Los habitantes de esa aldea la llaman “el castillo”, pero no tiene ciertamente ese aspecto, sino que es una casa rectangular, grande y algo antigua. Ante la puerta de entrada se ve una extensión de césped donde han plantado la cantidad más variada de flores repartidas en originales dibujos; más lejos se encuentran los corrales, donde viven conejos, aves, toda clase de elemento doméstico. La casa está implantada sobre una cierta elevación de terreno y se domina desde allí un cuadro pintoresco, donde la ruta nacional se extiende al pie de la barranca.
Nuestros amigos nos acogieron con encantadora acogida. Temprano abrimos los postigos de la ventana y bajamos para desayunar en la gran terraza que domina el panorama del “Gers”. Oímos misa y fuimos al vecino pueblo de “Gabarret”.
A la tarde cambiamos de rumbo y visitamos “Barbautau” donde habían instalado establecimientos termales, siendo el agua de esa región muy saludable.
Todos los productos que nos sirvieron en “Bellevue” eran fabricados en esa misma granja, y raras veces probamos alimento tan fresco y sabroso.
Nuestro amigo el Coronel, muy especializado en el arte de tomar vistas cinematográficas, nos invitó a asistir a una función donde él mismo proyectaría un film. Tuve la sorpresa de verme yo misma en la pantalla, pues eran cintas que él mismo había tomado años atrás en la playa uruguaya de Atlántida. Estas vistas me trajeron el recuerdo de los rincones de América, y de las vacaciones de los tiempos pasados.
El día amaneció monótono, es decir sin sol.
Preparamos nuestras maletas y nos despedimos de aquella amable región, tan pacíficamente bella.
Me pregunto aun como podía el auto resistir nuestro cargamento; atrás delante, adentro... teníamos valijas por todas partes... pero los caminos son tan serenos y llanos que nuestro “vehículo” no sentía su peso.
Pensábamos llegar a la noche a “Cauterets” el lugar elegido para pasar la temporada veraniega.
Mejor lugar, para permanecer durante el verano, no podía ser. Es el punto desde donde convergen las rutas de los Pirineos, para ir a cuántos sitios se quiere.
Saliendo pues, de “Cazaubon” almorzamos en el pequeñísimo pueblo de “Air-sur-Adour” en una miserable vivienda pewro reputada por su exquisita cocina.
Allí nos separamos de nuestros amables conocidos y de nuevo arrancó la “Ford” en dirección a “Tarbes” y a “Lourdes”.
Entrábamos ya en las regiones elevadas y pude entrever la esplendorosa región de “Lourdes” ubicada esta ciudad en un ancho valle donde corren las ruidosas aguas del “Gave”.
“Cauterets” está casi enterrada entre dos altas montañas, cubierta de frondosos y espesos árboles entre los cuales las cascadas, salpicándose bruscamente por la escarpada pendiente, forma de lejos un hilo blanquecino como si la piedra tuviera profundas grietas. La ruta es extremadamente sinuosa con mil vueltas y recodos, hasta es peligrosa.
Jamás había visto región más hermosa y deslumbrante que los Alpes Franceses, pero constaté en aquel momento que los Pirineos podían casi rivalizar con aquéllos. La lozanía y la frescura de la vegetación me deleitaba con la delicia de sus colores y a medida que subíamos las cuestas empinadas aquellas visiones me confirmaban la belleza de su encanto.
Teresa Lecroq, 1936.
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