martes, 3 de julio de 2007

Recuerdos de viaje (5)


CAPÍTULO 5: PARAJES NORMANDOS
Entramos en la vasta provincia francesa que esconde entre sus dulces paisajes, los típicos y viejos pueblitos, conservadores de sus antiguas tradiciones. Cruzando la ruta nacional, ancha y recta, pasamos por “Arranches”, “Caeu” y llegamos a “Deauville”, la playa de moda, el gran balneario de los parisienses. Anduvimos inspeccionando sus hermosos parajes, donde los veraneantes recreaban su espíritu con las múltiples diversiones playeras; de ahí pasamos a “Trouville”, vecina de aquélla, iluminada por el sol del atardecer, que prestaba su tibieza a los amadores del mar. No queríamos pasar por el lugar santificado de “Sisieux” sin admirar de nuevo, los recuerdos que la Santa dejó en la hermosa morada de los “Buissonets” y el silencioso recinto de la capilla carmelitana.
Pero ya las 5 hs. habían tocado y las puertas estaban cerradas; un tanto decepcionados emprendimos camino al Carmelo. Reinaba profunda paz y absoluto recogimiento en este sagrado templo; en medio del silencio oía yo junto a las rejas las plegarias que las monjitas rezaban en coro. Sobre las paredes de la capilla habían grabado epitafios; hubo algo que me llamó la atención por tener relación directa con mi lejana patria. En él se traducían las palabras que el general Uriburu dirigió a la “Flor del Carmelo” con el objeto de agradecer a ésta el haber salvado la revolución del “6 de septiembre”. La Salle des Souvenirs” se hallaba igualmente cerrada y durante el trayecto me contentaba con recordar lo que mis ojos vieron en el último viaje, en este último cuarto de recuerdos.
Mas, habría experimentado gran placer al ver de nuevo, la rubia cabellera de Santa Teresita, sus numerosos juguetes, su blanquísimo vestido de primera comunión y otros tantos objetos que traen a la memoria los hechos de su vida mística y los acontecimientos sencillos de su corta existencia.
Nos dirigimos a la espléndida basílica todavía en construcción, bajamos a la cripta y luego de prender una vela para dejarla consumirse con el suave perfume del altar, salimos tomando la ruta de “La Londe”, donde nos esperaban unos amigos. Este lugar de peregrinación va tomando gran importancia, bajo el punto de vista turístico, siendo la hermosa iglesia, que domina la ciudad entera, un centro de atracción para muchos peregrinos. “Lesieux” es asimismo una ciudad que posee típicas casas de estilo normando; aquel modo de construcción que vería yo más tarde en los pueblos de “Alsacia” y “Lorena”. Los tejados de pizarra son altos y de cada lado se elevan, juntándose las paredes de un prisma; los muros blancos o de color grisáceo están atravesados por angostas tablas de madera que se entrecruzan. No se puede afirmar que “Lesieux” es una linda ciudad, pero posee un cierto atractivo, que ha sido sin duda acrecentado por el recuerdo de un pasado muy digno.
Nos alejamos cuando ya anochecía, rondando por la campiña verdosa y suave de la “Normandía”.
Después de atravesar el bosque de “La Londe” llegamos al antiguo pueblito que lleva este nombre. Junto a la iglesia y al pequeño cementerio, se encuentra una hermosa propiedad, grande y antigua. Fue en esta morada que penetramos para saludar con júbilo a nuestros viejos conocidos. Al lado de la casa existe otra más reducida construida en el siglo “XIII”!
El campanario rompió el silencio de aquel pueblito, lanzando al aire las notas vibrantes de sus campanas, y con las últimas lamentaciones, concilié yo el sueño, mientras las tinieblas del cuarto surgían más densas.
El día amaneció lluvioso. Al terminar el almuerzo decidimos ir hasta “Roneu”. Como es de suponer bajamos ante todo en su espléndida Catedral. Aseguraría que es la más alta de Francia. Entramos en la vasta y prolongada nave, sostenida por gigantescas columnas de piedra, embaldosada con grandes losas.
Al salir fijé la vista en un magnífico rosetón de vidrio que enviaba la luz del día a través de sus cristales de múltiples colores.
Una vez más contemplé el grandioso aspecto de su interior, algo impresionante,, por la larga fila de pilones simétricos y por la desmesurada altura de su cielo raso.
Nos sorprendió la lluvia al salir, lo que nos obligó a pasearnos por la ciudad con paraguas. Entramos en una pastelería situada cerca de la “grande horloge”, el reloj más viejo de Francia situado en la estrecha calle que lleva su nombre, y luego de saborear algunas masas, que nos hicieron olvidar por un rato el mal tiempo, volvimos a “La Londe”.
Pasamos a poca distancia del campo de aviación y luego de cruzar los callados parajes del bosque, entramos en el pequeño castillo de nuestros amigos.
Cesó la lluvia por la mañana, y la naturaleza estaba aun impregnada del color grisáceo del cielo. Esa misma mañana estaba yo lejos de imaginarme que practicaría el deporte de la equitación, sobre todo hallándome tan lejos de las grandes llanuras argentinas!... Hasta me resistí con el ropaje completo de un jinete. Experimenté gran placer en manejar un hermoso caballito, que me llevó por los recónditos lugares del bosque vecino, todavía humedecido por la llovizna de la noche. Mientras cabalgaba con la velocidad del trote inglés, los paisanos me miraban un poco extrañados, asustados tal vez, de ver una mujer practicando un género de sport, desconocido en aquellas regiones.
Llegó la tarde, y la hora de despedirnos de nuestros amigos. El auto nos esperaba, listo para llevarnos al “Havre”. Cruzamos nuevamente “Roneu” y pasamos por Blombec. El gran puerto normando, la región pesquera por excelencia nos vio llegar, cuando el sol entraba en su ocaso.
Las visitas que hubimos de efectuar a ciertas personas amigas, nos mostró al mismo tiempo el viejo aspecto de la ciudad del “Havre” ostentando las cuestas empinadas de sus callejuelas y mostrando su avenida central, donde daban las seculares fachadas de los hoteles. La serie de visitas terminó tarde y vi con alegría que llegábamos al Hotel Normando, para descansar, y soñar al mismo tiempo con el largo paseo que efectuamos, a través de una región, para mí desconocida.
Era ésta nuestra última etapa en la provincia nórdica.
De regreso a París, después de cruzar •Roneu”, el motor de nuestro cómodo carrito, sufrió un serio percance y estuvimos obligados desde ya, a bajar del “Ford” con maletas y valijas en medio de la hermosa ruta nacional, a pocos pasos del pueblito de “Bourg-Baudoiu”. Embarcados en un inmenso autobús, proseguimos el camino de la vuelta y bajamos en el corazón mismo de París. De nuevo me senté en la capital, envuelta en el acostumbrado y perenne movimiento de su ambiente de ciudad populosa.
Tres días más en la hermosa ciudad-luz, y luego bajaremos el territorio francés para llegar hasta los Pirineos.
Teresa Lecroq, 1936.

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