martes, 3 de julio de 2007

Recuerdos de viaje (4)


CAPÍTULO 4: RUMBO A BRETAÑA – LOS CASTILLOS DEL LOIRA
Después de un breve descanso, vuelta a las andadas en derredor de Francia, para ir en pos de nuevos logares que mostrarán al amador la belleza de su naturaleza y el valor de su vejez.
Corríamos sobre la ruta cementada y a cada recodo descubría rincones que no había imaginado hasta ahora y apreciaba entonces aquel conjunto desconocido de figuras movedizas y de visiones quietas que se transformaban a mis ojos en exquisitos paisajes y en originales apariciones.
Partiendo de “Orleáns” permanecimos corto tiempo en la “posada de la Montespan” donde el “Loitet” bañaba sus orillas, pobladas de arbustos. La ruta de “Blois” fue nuestra compañera de viaje que nos permitió ver los espléndidos castillos de Loira, construidos hace siglos sobre las límpidas márgenes del río francés.
El primero y el más grande es el “château de Chambord”. Bifurcamos en nuestro camino de unos cuantos kilómetros para llegar al inmenso parque de la propiedad de Chambord. Su aspecto exterior es muy imponente. Al mirarlo de arriba abajo pensaba en los grandiosos palacios que describen los cuentos de hadas... Nadie los habita; queda como sublime obra de la arquitectura de antaño y como recuerdo perenne de la historia del pasado. No teníamos suficiente tiempo para visitar sus 450 piezas, sus 350 chimeneas y 53 escaleras, pero sin embargo nos detuvimos en las principales habitaciones de aquella morada de reyes.
Existe en el castillo un detalle muy curioso, que el guía se apresura a mostrar al turista: es la “doble-escalera” de un vasto vestíbulo. Es muy curiosa en efecto, y se tarda en comprender la combinación de su estructura original. Como si estuvieran enlazadas, se elevan sobre otra y llegan arriba en forma de espiral. Dos grupos de visitantes ascendían la escalera y al través de sus barrotes de mármol veía yo el grupo que nos seguía, subiendo los escalones de la otra.
Fue construido este castillo por orden de “François I” y en el cielorraso de cualquier habitación se ve el escudo de este rey, diseñado por todas partes, que se traduce por la letra “F” y una salamandra. De todas las miles de salamandras que se hallan grabadas, ni una es igual a otra.
Entramos en una sala donde “Moliere” presentó por primera vez: “le bourgeois gentilhomne”. Cuentan que Luís XIV habíase instalado en un palco colocado en la “doble-escalera”. En una pieza inferior hállanse las carrozas de lujo que en “Conde de Chambord” había ordenado se construyeran para su advenimiento al trono de Francia. Su hermosa y rica cama era también para tal objeto. Las “Damas de Francia” tejieron las numerosas tapicerías que sirvieron para amueblar las cuatro paredes de ocho espaciosas salas.
La azotea de castillo es peculiar. Está construida de un modo que forma calles y casas de una aldea francesa. Allá las damas de la corte acudían para asistir a las partidas de caza que se desarrollaban en el inmenso parque. Éste tiene 500 hectáreas de terreno y 32 kms. de murallas.
A medida que meditaba sobre la magnificencia del Castillo de Chambord nos dirigíamos hacia “Blois”. Es una encantadora ciudad situada sobre las riberas del Loira. Anduvimos por entre sus calles y, exteriormente, admiramos su castillo. El auto siguió de nuevo, el bellísimo camino que costea la gran arteria de Francia y nos detuvimos en “Chaumont”. Son otras piedras que duermen en la lozanía de un bosque hermoso, soñado eternamente en las escenas de los siglos anteriores que las tuvieron por testigo. Nos contentam,os con mirarlo desde su frondoso parque y continuamos la ruta hasta “Amboise” Unas tras otras desfilaban las antiguas moradas de los nobles que vinieron a transplantar sus señoriales construcciones en la misma margen del Loira y cada una es el reflejo de una época fabulosa y próspera.
Cuando el día declinaba suavemente y el hermoso sol de primavera entraba en el ocaso de su camino, visitábamos el suntuoso castillo de “Chenonceaux”
Es uno de los más hermosos. Está construido sobre pilones en el “Loire” y una inmensa galería de piedra lo une con tierra firme. Sobre las aguas aun rutilantes reflejábase esta magnífica morada y las arcadas de la galería se transformaban en grandes circunferencias
El pasaje susodicho ha sido levantado a pedido de “Yeamie de Poitiers” para efectuarse con más facilidad las partidas de caza, en la otra margen del río. “Catalina de Médicis” hizo colocar un techo para transformar esta galería en suntuoso salón de reuniones y fiestas.
Los inmensos cuartos y salones, no me sorprendieron menos, que en la visita de los antecedentes castillos pero al salir de “Chenonceaux”, aduciré con sorpresa, dos grandes jardines, que adornaban la entrada. Se diseñaba el dibujo más original sobre un campo de césped, formado por multitudes de flores coloridas. Miré largo tiempo los parques cuadrangulares, y me alejé por la grandiosa avenida de árboles que conduce al portón principal. Al darme vuelta para ojearlo una vez más, vi su magnífica figura bajo la bóveda verdosa y sombreada de las gigantescas ramas.
Con la imagen de aquellos castillos esplendorosos impresa en mi mente, miraba al través de la ventanilla del auto las aguas de aquel río histórico que tenían las márgenes silenciosas, mientras las tonalidades del crepúsculo se imprimían sobre la vegetación que se miraba en el cristal.
Llegamos a “Tours” para dejar allí nuestro cansancio y nuestro sueño. Cuando clareaba el alba continuamos nuestro camino hacia “La Baule” La región que cruzamos para llegar es sublimemente hermosa. Costeábamos el río y constaté que aquel rincón francés guardaba preciosamente sus torres en ruina, sus restos de palacios y castillos, que aun se levantaban para mostrar orgullosos el valor de sus piedras carcomidas; sus desgastadas iglesias, que tocarán sin fin las campanadas acostumbradas, como prolongando el recuerdo de los pasados llamados.
La visión de un puente indicaba un pueblo cercano. ¿Qué diré de los puentes del Loira...?
Me parecía que aquellos cruzaban ambas orillas como para estrechar el río caudaloso que corría en medio de sus viejas aldeas. Aquellos arcos inmensos se dibujaban en la amalgama de las aguas, como mirando la esbeltez de sus líneas semicirculares. No me cansaba de admirar aquel cuadro tan sereno y hermoso.
Saliendo de la magnífica catedral de “Tours” vimos el castillo de “Azay-le Rideau” construido igualmente sobre pilones y el de “Cluinon” que se nos apareció entre los corpulentos árboles de su suntuoso parque. Llegamos a “Saumur” para oír misa a las 11 hs. en la iglesia de Saint-Pierre.
Saumur posee la más grande escuela de caballería. No partimos de allí sin antes no haberla visitado y sentí mucho de no quedarme hasta la tarde para presenciar los ejercicios militares y demostraciones que iban a tener lugar. A la hora del almuerzo entramos en “Augers” que nos acogió en la renombrada posada del “Caballo Blanco” Supuse que la extrema tranquilidad y sosiego reinantes en aquella ciudad se debía a que era domingo. Apercibimos ya, algunas mujeres del país, llevando la cofia típica de aquella región, hijas netamente de esa tierra, fieles a las costumbres de sus antepasados.
Seguimos ruta sobre la beldad prodigiosa de ese suelo donde el Dios de la Naturaleza adornó de una manera especial. El término e este camino nos condujo a “Nantes” una pintoresca cuidad cuya hermosa catedral recibió nuestra infalible visita. Comprobé que era muy linda como las antecedentes.
Corríamos hacia “La Baule” la playa concurrida y mundana del departamento de la “Loire-Tufériense”. Pasamos por Saint-Nazaire, el puerto de los grandes astilleros.
Pasando frente a la playa me pareció que el ambiente cambiaba bruscamente; nos encontrábamos en una atmósfera diferente de la que dejábamos atrás. La tranquila campiña, llana y luciente vino a borrarse a mis ojos, y apareció el mar, ondeado por la brisa, que venía a besar la mullida arena. La playa pululaba de gente a pesar de la hora avanzada; miraba yo los rostros bruñidos por el yodo del mar, y, en aquel lugar de idas y venidas, de agitación y de colorido, se respiraba el verano, que hasta entonces parecía estar muy lejos...En esa calle que cruzábamos, cual si fuera una rambla, los autos desfilaban sin cesar, con marcha lenta y pausada; las personas parecían gozar de aquel aire salubre y yo me alegraba al sentir sobre mi frente, la caricia de la brisa.
Rondando por las soleadas calles de “La Baule”, emprendimos la tarea de buscar la casa de unos amigos, residentes en aquel lugar.
Encontramos la hermosa “villa” escondida en un bosque de pinos. Los dos autos se dirigieron hacia “Batz-sur-mer” en la posada de “Kisnet”, una gentil casita amueblada en el estilo bretón. El “menú” se componía sobre todo de los peculiares frutos del mar que se pescan en aquella región.
Salimos de las playas para dirigirnos al interior de la Bretaña. Llegamos a “Quimper” después de cruzar el pueblito de “Vannes” aldea natal del aviador “Le Brúx”. La campaña bretona tiene un encanto indescriptible, a pesar de ser más monótona que otras regiones francesas.
Los campos sembrados aquí y allá de montoncitos de avena, alegran los ojos y demuestran el continuo y asiduo trabajo del campesino francés. La ruta que seguíamos es tortuosa y a menudo aparecían pequeñas lomas que el auto cruzaba con ligereza y suavidad.
A medida que frecuentábamos los pueblitos veíamos las blancas cofias de puntilla que llevaban las mujeres. Esas son más originales que las otras y hasta puedo decir que son raras. En general tienen veinte centímetros de altura y se colocan en el extremo de la cabeza; son sujetadas por una cinta blanca y por encima de ella enrollan en cabello. El traje de las bretona es casi siempre de terciopelo negro. Nos hallábamos a pocos pasos de “Caruac” donde se hallan los famosos “aliguements” o piedras monumentales de los antiguos celtas y no quisimos perder la ocasión de verlos. A decir verdad estas inmensas piedras, diseminadas con orden en los campos, nada tienen de interesante, solo poseen el valor de haber sido transplantadas hace siglos. Lo que me ha causado mucha gracia fue de oír la narración de la leyenda de los “aliguements” contado por dos chicuelos de 10 años. Hablaban cantando y lo decían con voz regular, como quien dice una lección y cada cual se reemplazaban a cada minuto para dejar tiempo al otro para recobrar el aliento. El cielo estuvo sereno, mas al llegar a la estación ferroviaria de “Quimper” nos sorprendió el chaparrón. Este tiempo mustio duró hasta la noche.
Había oído hablar por mis hermanos de la “Isla Garó” donde residen nuestros amigos pero nunca me figuré que aquella propiedad fuera tan encantadora. Nos esperaban para esa fecha y apresuramos el paso a fin de llegar antes de la noche.
No cesaba yo de admirar aquella isla de la costa bretona, que iba a ser nuestra morada durante tres días. Desde mi cuarto de aquel pequeño castillo dominaba el panorama del grandioso parque. Estoy convencida de que es único en su género, pues aquel pedazo de tierra unido al continente por un puente, es a la vez bosque, campo, playa, estancia y jardín. En él se pueden practicar la pesca, el ciclismo, la equitación, el yathing, la natación. En que ama las plantas y las flores encontrará en aquella propiedad, las variedades más diversas y hermosas. Las flores me llamaron la atención por su singular hermosura y su profusión. No falta tampoco el gallinero, y los animales domésticos para el consumo diario.
Al terminar la cena bajamos todos al parque y caminamos hasta el puente de madera para asistir allí, a la pesca del “congre”. Se agarran estos grandes peces con una especie de canastilla, hecha con rejas de alambre. La víctima va a buscar su presa en aquel canasto cilíndrico y cuando quiere salir se lo impiden unos fierros puestos en forma de cono. Nuestro amigo posee un gran criadero de “homards” y otro de “ostras”; me interesaba mucho aquello y bajé al vivero donde veía claramente estos bichos a través del agua transparente y calma. Seguía lloviendo y mientras los otros convidados se unificaban en el auto que había quedado allí para volver al castillo, yo seguí a pie por los caminos abierto en medio de los pinos. La isla está rodeada de murallas bajas hasta la pequeña playa donde instalaron tres carpas a disposición de los bañistas.
Antes de retirarnos para ir a dormir, la dueña de esta mansión tuvo el cuidado de explicarnos que oiríamos a las 8 hs. una campanada; ésta serviría para invitarnos a levantarnos; a las 8 y ½ un segundo toque daría la orden de bajar.
Así sucedió en efecto y a la hora predicha todos los huéspedes se encontraron en el comedor.
Esta costumbre me llamó un poco la atención y recordé haber oído decir que antiguamente y hoy día también, se ejecuta todavía, en las casas viejas y castillos donde residen muchas personas. Me trajo a la memoria los tiempos del colegio, cuando el timbre de la campana, resonaba para dar la señal de abandonar la cama...
Embelesada por los rincones encantadores del parque, corrí por la mañana a explorar el jardín y para poder verlo todo, robé la bicicleta del jardinero y eché a andar por entre los caminos y avenidas bordados de árboles florecientes y por los senderos que oculta el bosque. Al contornear la isla vi dos lindos “yatle” anclados; el uno se llamaba “Atorante”, el otro “Lle Garó”; ¡cuándo me hubiera gustado, después de andar por tierra en velocípedo, navegar sobre aquel mar hermoso...!
Pasadas algunas horas, después del almuerzo, nos encaminamos a “Loctudy” con el objeto de saborear los renombrados panqueques bretones. Este pueblito dista a tres Kms. de la isla Garó; como el tiempo se prestaba para la marcha, resolvimos volver a pié y en efecto resultó un delicioso paseo. Las cofias de Bretaña me parecieron tan originales que me coloqué una encima para servir de escena al objetivo. Nos preparamos a partir y nuestros amigos nos ofrecieron un suculento asado a la criolla; esto me traía el recuerdo de la tierra lejana...
Llegamos a “Quimper”, cruzamos la hermosa playa de “Dinard” y decidimos pasar a noche en “Saint Maló”. Los aminos de esta península son lindos; los cuadros de la naturaleza francesa seguían desfilando ante nosotros y, la belleza del paisaje, causaba dulce impresión al alma.
Para llegar a la ciudad de Saint Maló fue necesario embarcarnos todos en un “bac” (el auto inclusive) que cruzó el brazo de agua que la separaba de Dinard. Esta, es una extensa y bonita playa, pero aquella tiene un encanto indescriptible. Es el tipo de la vieja ciudad, rodeada de amplias murallas de piedra. Su aspecto es típico y curioso, se diría que es una gran propiedad. Casualmente bajamos en el hotel, que fue antaño la casa natal del poeta “Chateanbriand”.
Al bajar para tomar el café en la terraza del hotel, que da frente a la plaza pública de Saint Maló, cuál no fue mi sorpresa al ver convertida ésta en cinematógrafo; asistimos pues a esa función al aire libre, mientras saboreábamos el café acostumbrado.
Al abandonar una ciudad, mi costumbre era de buscar desesperadamente un librero que vendiera cartas postales, pues quería tener un recuerdo de los lugares que tanto me habían gustado; pensaba reunirlas todas en bella colección para quedar en mi álbum como fieles testigos de mis “exploraciones”.
Rebosaba yo de alegría al emprender el camino que conduce al famoso “Mont Saint-Michel” Lo admiré en miles de estampas y ahora lo ioba a ver tal cual es, con sus múltiples encantos y bellezas. Pude observar que atraía a numerosos turistas, siendo al mismo tiempo un gran centro de peregrinación.
“Saint Michel” situada frente a la línea de separación de las dos provincias, la “Normandía” y la “Bretaña”. Sobre esa isla la naturaleza hizo que fuera cubierta de un monte de rocas, y los hombres construyeron sobre ellas la magnífica abadía de San Miguel, que domina a su alrededor una gran extensión de tierra y agua. Este monumento magnífico de una mano de obra sublime se halla al extremo de la más alta roca y con tal base puede perdurar siglos y siglos. La basílica está rodeada de numerosos casas y escaleras de piedra que van bajando hasta llegar al borde de la isla, de terreno areniizo. Como todas las antiguas villas francesas, está circundada de grandes parapetos.
Un camino recto y cementado nos unió con “Saint Michel” y luego de ubicar la Ford V8 en la playita angosta, ascendimos el famoso monte, subiendo por sus estrechas callejuelas empedradas. A lo largo de aquellos pasillos habían instalado numerosas tiendas, de Santería y alfarería.
Entramos en el museo, que guarda todos los recuerdos de la historia del “monte”, y después de admirar sus salas, que encierran pre3ciosos documentos, identificadores del pasado, penetramos en un cuarto, donde hallé un objeto que me interesó vivamente. Es un aparato que observa la vista que se extiende alrededor de la isla y que antiguamente era un poderoso medio para calcular la distancia que la separaba de los enemigos. Consiste en un disco blanco, colocado frente a un agujero, abierto en el cielo raso.
Esa abertura está provista de un juego de espejos y al permanecer en la oscuridad completa, se refleja sobre la porcelana del disco el paisaje circundante. Para que esta demostración sea más interesante aun, una persona del grupo salió y con sorpresa pudimos verla arrimarse entre dos plantas de hortensias colocadas en el patio. Haciendo girar el disco, continuamos en mirar la extensión que nos rodeaba, sin molestarnos de nuestro lugar. Pero lo más curioso, es que estas imágenes reproducidas en aquella placa redonda, son en colores tal cual se ve en el cine.
Terminada la visita al museo subimos a la abadía. Las salas son a cada cual más hermosas y construidas con mucha habilidad e inteligencia. Los materiales han de ser sumamente sólidos, a juzgar por el emplazamiento poco arraigado de la edificación. El inmenso claustro de la abadía es el más hermoso del mundo; está decorado con pequeños rosetones, esculpidos sobre la piedra, todos distintos en sus dibujos, es una verdadera obra maestra. La “Salle des Chevaliers” donde los padres benedictinos se reunían para estudiar por ser ésta la sala más clara y mejor calentada, es muy grande y sostenida por hileras de columnas.
La Iglesia Catedral se halla igualmente protegida por pilones; los cuatro del centro indican, que siendo la parte central de la nave, está construida sobre la punta del peñasco.
En aquellos tiempos el Monte “Saint Michel” era una prisión; la vista de los pequeños calabozos donde encerraban me causó mucha impresión y más aun “les Outliettes” profundos pozos donde los arrojaban para hacerlos perecer allí, de hambre, de sed, en el terrible olvido de una celda subterránea.
Un prisionero quiso un día evadirse por medio de una cuerda, pero cayó de lo alto de aquellas paredes y es de imaginarse que encontró la muerte en el precipicio.
La vista del hermoso panorama vino a borrar estos tristes recuerdos y contemplé el brazo de agua que separa las dos provincias francesas. Antes de alejarnos del todo hacia la “Normandía” bajamos del auto para admirar la espléndida perspectiva del Mont Saint Michel que destacaba su esbelta forma sobre la diafanidad del cielo.
Al cerrar los ojos un instante recordé las bellezas indescriptibles de la abadía suspendida sobre aquel promontorio solitario, y pensé que es una reliquia preciosa para los anales de la historia de Francia.
Teresa Lecroq, 1936.

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